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Vademécum cuasijurídico (I): Pleitos famosos

Fernando Lacaba Sanchez

Magistrado de la Sala Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.

José Francisco Escudero Moratalla

Secretario Coordinador Provincial de Girona.

Diario La Ley, Nº 10156, Sección Tribuna, 24 de Octubre de 2022, LA LEY

LA LEY 8679/2022

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Resumen

A un profesional, a un operador jurídico, no le basta sólo saber, sino demostrar que sabe, y ser capaz de trasmitir esa sensación. Por ello, una explicación, una cita, una anécdota, una pequeña historia, dichas a tiempo y en el momento oportuno, en nada perjudican, y ayudan a humanizar y acercar el derecho al ciudadano o al cliente. Por ello, la finalidad del presente artículo, no es la de presentarse como una obra científica y doctrinal al uso, sino más bien como una obra humanista y vital que no tiene más pretensión que aportar conocimientos para ilustrar, formar, y si puede ser, entretener al lector. Su contenido, fomenta una actitud espiritual y cultural orientada al cultivo de los valores esenciales del ser humano, coadyuvando a hacer del jurista en un sentido amplio, una persona instruida en letras, abierta no sólo a temas del derecho, sino a otras materias que complementan el sentimiento que ha de presidir su aplicación.

«Dedicado a la Sección V de Girona… por muchos motivos».

I. Introducción

«Vademécum cuasijurídico», como su propio nombre indica («vade»: va; «mecum»: conmigo), aspira a formar parte de nuestro intrínseco repertorio de conocimientos. A un profesional, a un operador jurídico, no le basta sólo saber, sino demostrar que se sabe, y ser capaz de trasmitir esa sensación. Por ello, una explicación, una cita, una anécdota, dichas a tiempo y en el momento oportuno, en nada perjudican, y ayudan a humanizar y acercar el derecho al ciudadano o al cliente. Por ello, la finalidad del presente artículo, no es la de presentarse como una obra científica y doctrinal al uso, sino más bien como una obra humanista y vital que no tiene más pretensión que aportar una serie de conocimientos para ilustrar, formar, y si puede ser, entretener al lector. Su contenido, fomenta una actitud espiritual y cultural orientada al cultivo de los valores esenciales del ser humano, coadyuvando a hacer del jurista en un sentido amplio, una persona instruida en letras, abierta no sólo a temas del derecho, sino a otras materias que complementan el sentimiento que ha de presidir su aplicación.

En definitiva, dentro del mundo jurídico que en los últimos tiempos ha adquirido unas dimensiones y una complejidad inusitados, que determinan la imposibilidad de conocer y abarcar todas y cada una de las ramas del derecho con el rigor suficiente, este trabajo, intenta humildemente un acercamiento por la vertiente humana a ese derecho aséptico, polimórfico y «motorizado». Porque afortunadamente, todavía, el derecho, no es patrimonio de nadie, su grandeza, su inmensidad, su complejidad es de tal magnitud, que nos rebasa y nos supera a todos, y deja al descubierto nuestras miserias y nuestra ignorancia. Como conjunto de principios, preceptos y reglas a que están sometidas las relaciones humanas en toda sociedad el derecho, es eso, vida misma. Como diría Gustavo le Bon «no se hace el derecho. Él se hace. Esta breve fórmula contiene toda su historia».

II. Pleitos famosos

PRIMERO.UN DISCÍPULO EJEMPLAR. En la antigua Gracia, el maestro Protágoras convino con su discípulo Euatlo que le enseñaría Retórica para ser abogado, y que no le cobraría sus lecciones, hasta que el discípulo Euatlo ganara su primer pleito. Después de aprender el oficio, Euatlo, decidió no ejercerlo nunca, con lo cual evitaba tener que pagar a su maestro. El maestro Protágoras, le demandó ante los Tribunales, y argumentó de esta manera: «Tienes que pagar siempre: si yo gano el pleito, porque te obligará a ello el mandato judicial; si yo pierdo el pleito, porque lo habrás ganado tú y ésos eran los términos del acuerdo». El discípulo Euatlo, respondió a dichos argumentos: «No estoy de acuerdo. Si gano el pleito no tendré que pagar porque de ello me eximirán los jueces; si lo pierdo, no tendré que pagar porque no habré ganado mi primer pleito, tal como exige nuestro acuerdo». Unos mismos hechos, pueden ser argumentados de diferente forma.

SEGUNDO. LA PRUEBA DE LA CAMPANA. Tras la denuncia de un robo, varios sospechosos fueron detenidos y sometidos a interrogatorios. Rechazaron unánimemente haberse involucrado en el caso y se declararon todos inocentes. Como no había pruebas, ni testigos que pudieran comprobar su culpabilidad, el juez iba a soltarlos cuando se le ocurrió una buena idea. Les dijo entonces a los detenidos:

— «Fuera de la ciudad hay un templo budista famoso por su campana misteriosa. Fue obra de unos monjes muy inteligentes y es capaz de distinguir la verdad y la falsedad. Nunca ha fallado. Ahora veo que no tenemos más remedio que acudir a la sabiduría y la magia de nuestros antepasados para aclarar el caso».

Antes de salir, dispuso secretamente que se adelantara su ayudante para preparar la campana. Luego llevó a los presos al recinto sagrado. La campana mágica se encontraba en la parte posterior de la sala de los reyes celestiales. El juez hizo una reverencia solemne a la campana, tras lo cual ordenó a los presos ponerse de rodillas para rendirle el máximo respeto. Luego se dirigió a los presos.

— «Para comprobar vuestra inocencia, no tenéis más que entrar en la sala, poner la palma de la mano en la campana y decir mentalmente: "Yo no he robado". Si realmente es así, la campana se mantendrá silenciosa. Pero si es mentira lo que decís, se oirá una fuerte resonancia, con lo que atestiguaremos vuestra culpabilidad. Ahora pasad uno a uno al interior de la sala y haced lo que os he dicho».

Los presos, entraron individualmente para tocar la campana y jurar inocencia. Dentro de la sala había muy poca luz y no se veía muy bien la actuación de los detenidos. Al cabo de un buen rato, salió el último preso, sin que la campana denunciadora sonara ninguna vez. Relajados y evidentemente satisfechos de la prueba, los presos esperaban que el juez los pusiera en la libertad. Sin embargo, el juez ordenó:

«!Enseñadme las manos!»

Los presos le obedecieron sin saber el motivo. Allí comprobó el juez que todos tenían las manos manchadas de tinta negra excepto uno que las tenía limpias. El juez lo señaló, afirmando con tono tajante:

— «¡Tú eres el ladrón! ¡Además, me has mentido!»

El señalado trató de defenderse con una voz temblorosa:

— «No, señor, no he robado nunca».

El juez se echó a reír a carcajadas:

— «A decir verdad, la campana no sabe distinguir entre la verdad y la falsedad. Pero yo he dispuesto que la pintaran de tinta negra. Los que tuviesen la conciencia limpia, no tenía por qué temer, por lo que tranquilamente han puesto las dos manos en la campana para demostrar su inocencia. Sin embargo, tú, vergonzoso ladrón y mentiroso, no te has atrevido a tocar la campana por el temor a revelar tu vil condición. Por eso tienes las manos sin ninguna mancha negra».

TERCERO. UNA OREJA. Como muestra de imparcialidad, se cuenta que Alejandro Magno, cuando daba audiencia solía taparse una oreja con la mano. Preguntado acerca de la razón de tan extraña conducta, contestó:

— «Es que guardo la otra oreja para el acusado».

CUARTO. LA MUJER DEL LABRADOR. Enfermó la mujer de un labrador y mando llamar a un médico. Éste manifestó algún recelo al pago de los honorarios, y el labrador le dijo ante testigos:

— «No tenga usted cuidado; cinco onzas de oro tengo. Tanto si mata usted a mi mujer, como si la cura, será pagado».

Murió la labradora, y al cabo de unos días, se presentó el médico a reclamar lo que le correspondía, y el labrador le dijo:

— «Aquí me tiene usted pronto a cumplir mi promesa. Pero, antes, déjeme que le haga un par de preguntas delante de los presentes. Dígame la verdad: ¿mató usted a mi mujer? »

— «No, por cierto», —respondió el médico.

— «Me alegro. ¿La curó usted?»

— «Desgraciadamente, no».

«Pues si no la curó ni la mató, nada le debo».

QUINTO. SAN IVO. Al pasar por la casa de un hombre rico, un mendigo que se acercó a oler lo que le estaban preparando en la cocina, fue descubierto por el dueño de la casa que, sin mediar palabra, lo llevó ante el juez de su localidad y lo denunció por oler su comida. El caso era bastante insólito, pero aquel juez tenía fama de justo, así que escuchó lo que las partes tenían que decir y dictó su mejor sentencia: condenó al mendigo a depositar sobre el estrado una moneda de oro. Todo lo que tenía. El rico, satisfecho escuchaba el tintineo de la moneda en la madera cuando el juez añadió: «Si he condenado a este hombre por oler tu estofado, tú te conformarás con escuchar la indemnización». Y le devolvió la moneda al pobre mendigo. Era el año 1290 y el juez era Yves de Hélori (San Ivo) y compaginó la magistratura con sus labores de presbítero, ganándose el sobrenombre de «abogado de los pobres» por defenderlos de forma gratuita.

SEXTO. LA CONDENA QUE ABSOLVIÓ AL REO. El rey Chi era un verdadero amante de la caza. Tenía unos halcones expertos en atrapar presas. Tal cariño sentía hacia sus aves de rapiña, que encargó a un cortesano la misión especial de cuidarlos y prepararlos para las frecuentes cacerías. Pero un buen día, por descuido del cuidador, se escapó un halcón y el pobre encargado fue condenado a muerte por el furioso monarca. Antes de la ejecución se presentó el consejero estatal ante el rey, a quien le dijo en un sereno tono de lealtad:

«Majestad, el condenado ha cometido tres grandes crímenes para merecer con creces la pena capital. Además, creo que convendría hacer pública su culpabilidad para que el pueblo lo repudie sin contemplaciones».

El monarca lo consintió, conmovido con tan evidente muestra de solidaridad. Entonces, el consejero se dirigió al condenado con elocuente indignación:

— «¿Sabes lo imperdonable de tu delito? Siendo encargado del halcón real lo has dejado escapar por negligencia. Y lo más grave es que tu culpabilidad ha movido a Su Majestad a ordenar tu muerte por la desaparición de su animal favorito. Y la peor consecuencia de todo esto es la crítica que podría provocar tu condena en los demás reinos contra nuestro soberano. Sería culpa tuya si se desprestigiara a Su Majestad por las calumnias de que aprecia más un animal que a un cortesano. ¡Tendrás que pagar con la muerte todas estas consecuencias nefastas!»

Al acabar su airado discurso se volvió al rey pidiendo la ejecución inmediata. Mas el monarca le dijo con una sonrisa indulgente:

— «Gracias por tu intervención, mi fiel consejero. He decidido perdonarle la vida. Tu condena lo ha absuelto».

SÉPTIMO. UN GRAN PINTOR. El gran PINTOR WHISTLER hizo un retrato de un magnate de la industria inglesa y le pidió cien guineas por la obra. El retratado, no quiso pagar y el asunto pasó a los tribunales. Ante el Juez, el retratado adujo:

— «No creo que sea justo pagar cien guineas por un retrato en el que el señor Whistler empleó sólo tres horas».

— «¿Eso es cierto?» preguntó el juez al pintor.

— «No señoría» —respondió el pintor—; «empleé cincuenta y cuatro años y tres horas, que es mi edad».

El juez, dio la razón a Whistler.

OCTAVO. UNA MUJER. Una mujer habla recibido una suma en depósito de dos amigos y parientes, conviniéndose que no la entregaría a no ser a los dos reunidos. Tiempo después se presentó uno de los dos y logró convencerla de que el otro, había muerto, consiguiendo de ella que le entregara la suma que tenía en depósito. Al cabo de un tiempo compareció el segundo a pedir el dinero y al enterarse del caso la denunció. Demóstenes, en su defensa, no dijo más que lo siguiente:

— «La depositaria está dispuesta a devolver el dinero que le ha estado confiado; ahora bien, no puede hacerlo al acusador porque según convenio debe hacerlo a los dos reunidos».

Y se sobreseyó la causa.

NOVENO. PLEITO ENTRE EL LOBO Y LA RAPOSA DE JUAN RUIZ, ARCIPRESTE DE HITA. El lobo comparece ante D. Simio, alcalde ordinario del puerto africano de Bujía, a querellarse contra su comadre la raposa, por haber hurtado ésta en casa de D. Cabrón (así, con sus seis letras), vasallo y quintero del querellante, un gallo que, como era de suponerse, la raposa ladrona se apresuró a engullirse. En su acusación, el lobo solicitaba que la raposa fuese ahorcada y muerta como ladrona, comprometiéndose a probar los hechos so pena del talión. Leída la «demanda» a la acusada, pidió al juez que le diese un abogado que hablase «por su vida». Para patrono eligió a un «mastín ovejero de carrancas de cercado», quien frente al lobo adujo dos excepciones de gran peso: la de haber sido condenado varias veces por hurto y degollación de ovejas, motivo por el que había quedado infamado y no debía ser oído ante los Tribunales, y la de que estaba excomulgado, por tener barragana, a saber: una mastina (no se aclara si la esposa del propio defensor), en tanto que su mujer «D.ª loba», vivía abandonada en «vil forado». Esos razonamientos, o más bien el fiero aspecto del mastín, determinaron que el lobo y su abogado el galgo «estuviesen encogidos otorgándolo todo», y muy mal les hubiese resultado el pleito, si a la raposa no se le hubiese ido la mano en la reconvención, en la que recabo, se les condenase a muerte (al acusador y a su abogado) sin ser siquiera oídos. Frente a tamaña pretensión, cesó el encogimiento del lobo y del galgo, «encerraron razones de toda porfía» y por fin, D. Simio dicto sentencia absolutoria en cuanto a las penas de muerte recíprocamente pedidas, porque reputó fundadas las excepciones de la raposa y a ésta, a la vez, excedida en la reconvención, ya que «de igual manera en lo criminal no se puede reconvenir», e impuso el silencio al lobo, y a la vulpeja (zorra) que no hurtase en lo sucesivo gallos a sus vecinas.

DÉCIMO. A BUEN JUEZ MEJOR TESTIGO. JOSÉ ZORRILLA (1817-1893): Cuenta la leyenda, que a causa de entrevistas nocturnas más o menos platónicas, que llegaron a conocimiento del padre de la dama; Diego Martínez, juró a Inés de Vargas, ante el Cristo de la Vega, que, a su regreso de Flandes, para donde saldría antes de un mes y de donde retornaría en el plazo de un año, se casaría con ella. Marchose en efecto, y…

Paso un día y otro día,

Un mes y otro mes paso,

Y un año pasado había,

Más de Flandes no volvía

Diego, que a Flandes marchó.

Así transcurrieron, no uno, sino tres años, durante los cuales ascendió a capitán y pareció olvidarse de su prometida toledana. Por fin, volvió a Toledo, e Inés se apresuró a pedirle que cumpliese su palabra. Ante la inutilidad de las súplicas, acudió al gobernador de la ciudad, D. Pedro Ruiz de Alarcón, y a sus jueces en demanda de justicia. Hecho comparecer el capitán, negó haber contraído compromiso alguno de su matrimonio, y cuando ante la falta de pruebas en su contra se disponía a abandonar el tribunal, Inés recordó que sí tenía un testigo: el Cristo de la Vega. Atónitos, los jueces deliberaron acerca de si era admisible o no semejante testimonio, y en nombre de ellos levantose D. Pedro, diciendo con respetuosa voz:

La ley es ley para todos,

Tu testigo es el mejor;

Mas para tales testigos

No hay más tribunal que Dios.

Haremos... lo que sepamos;

Escribano, al caer el sol

Al Cristo que está en la Vega

Tomaréis declaración.

Y efectivamente, a última hora de la tarde, jueces, escribano, partes y auxiliares y una multitud curiosa descendía a la iglesia donde el Cristo se encuentra. Después de leer por dos veces la acusación, el escribano recabó el juramento del Crucificado, y ante el asombro de la concurrencia:

Asida a un brazo desnudo

Una mano atarazada

Vino a posar en los autos

La seca y hendida palma

Y allá en los aires ¡Si, juro!

Clamó una voz más que humana.

Alzó la turba medrosa

La vista a la imagen santa...

Los labios, tenía abiertos

Y una mano desclavada.

Las vanidades del mundo, renunció allí mismo Inés, y espantado de sí propio Diego Martínez también.

UNDÉCIMO. EL HONRADO MERCADER DE VENECIA necesita, para atender a un amigo, recurrir al usurero, a quien pide en préstamo tres mil escudos, que aquél le ofrece, inesperadamente, sin interés de ninguna clase, pero con la garantía de que, de no reintegrarse a su tiempo el préstamo, el mercader pagará con una libra de carne de su propio cuerpo, elegida por dicho usurero. Vence la deuda y el mercader de Venecia, a quien alcanza una quiebra no prevista, no puede devolver el importe de la misma dentro del plazo estipulado. No obstante, amigos y conocidos del comerciante ofrecen reintegrar la cantidad o, incluso, el doble o más, sin que el intransigente prestamista acepte otra compensación que no sea la concertada y estipulada libra de carne de su acreedor. La extraña exigencia contractual del mezquino sirve a éste, como había previsto, para satisfacer su odio. El mercader, dice el usurero, «se ha reído de mis ganancias y de mis pérdidas: ha afrentado mi linaje, ha dado calor a mis enemigos y ha desalentado a mis amigos. Y todo ¿por qué? Porque soy judío». Ha llegado la hora de la venganza. «Si un judío —añade— ofende a un cristiano ¿no se venga éste, a pesar de su cristiana caridad? Y si un cristiano a un judío, ¿qué enseña al judío la humildad cristiana? A vengarse. Yo os imitaré en todo lo malo, y para poco he de ser, si no supero a mis maestros».

Para conocer y juzgar el caso se constituye el Tribunal de justicia, en Venecia, presidido por el Dux de esta preciosa ciudad italiana. El usurero Shylock quiere que se cumpla el trato, quiere la libra de carne humana del mercader, conforme al contrato. «Si no me la dais, dice al Tribunal, maldigo de las leyes de Venecia, y pido justicia». «Pido que se ejecute la ley —dice en otro lugar— y que se cumpla el contrato». Insiste en que no quiere el dinero, ni centuplicado. El Dux de Venecia quiere conocer la opinión del Dr. Belario, famoso jurisconsulto de Pisa. Éste le remite a un joven doctor de Padua llamado Baltasar. Baltasar, opina que la clemencia no quiere fuerza; que no se puede obligar al prestamista a ser benevolente y a aceptar la compensación económica que, con harta generosidad, se le ofrece; que nadie puede alterar las leyes de Venecia; sería un ejemplo funesto y causa de ruina para el Estado. Las leyes son las leyes y los contratos deben ser cumplidos. «Ha expirado el plazo —dice el sabio doctor— y dentro de la ley puede el judío reclamar una libra de carne de su deudor».

Llega el momento de dictar sentencia: «Según la ley y la decisión del Tribunal, te pertenece una libra de su carne», se dice al usurero. «Un momento no más, exclama a continuación el citado sabio jurista; el contrato te otorga una libra de su carne, pero ni una gota de su sangre. Toma la carne que es lo que te pertenece; pero si derramas una gota de su sangre, tus bienes serán confiscados, conforme a la ley de Venecia».

«Prepárate ya —dice el mismo sabio— a cortar la carne, pero sin derramar la sangre, y ha de ser una libra, ni más ni menos. Si tomas más, aunque sea la vigésima parte de un adarme, o inclinas, por poco que sea, la balanza, perderás la vida y la hacienda». Ante estas aclaraciones, el prestamista lógicamente tuvo que desistir de su extravagante y bárbara exigencia contractual. El joven y sabio jurisconsulto, Baltasar, había sabido —y con él, el Tribunal conciliar el cumplimiento de la ley y del contrato con la lógica, el sentido común, la equidad y la benevolencia. No siempre ocurre así.

DUODÉCIMO. JACINTO BENAVENTE (1866-1954). LOS INTERESES CREADOS. CUESTIÓN DE COMAS. Las andanzas de Leandro (belleza y juventud) y de Crispín (experiencia y astucia), ponen a ambos al borde de ser condenados, pero los intereses creados, se movilizan y liberan a ambos de la cárcel, haciendo posible el matrimonio del primero con Silvia, todo ello, gracias a un cambio de comas en la sentencia que ya pendía sobre sus cabezas y, por supuesto, a la venalidad del juez y del secretario que realizan la alteración. He aquí la escena (IX, del acto II):

Crispín: Y ahora doctor, ese proceso; ¿habrá tierra bastante en la tierra para echarle tierra?

Doctor: Mi previsión se anticipa a todo. Bastará con puntuar debidamente algún concepto. Ved aquí: donde dice... «Y resultando que si no declaró...», basta una coma y dice: «Y resultando que sí, no declaró...». Y aquí: «Y resultando que no, debe condenársele...», fuera de la coma, y dice: «Y resultando que no debe condenársela...».

Crispín: ¡Oh admirable coma! ¡Maravillosa coma! ¡Genio de la justicia! ¡Oráculo de la ley! ¡Monstruo de la jurisprudencia!

Interviene a continuación el Secretario: «Yo fui el que puso y quito esas comas...». «En espera de algo mejor... —le dice Crispín— tomad esta cadena. Es de oro». «De ley —pregunta el Secretario—». «Vos lo sabréis —contesta Crispín—, que entendéis de leyes».

DECIMOTERCERO. UNA SENTENCIA ACERTADA. Tras el fallecimiento de un viejo cortesano, se produjo una violenta disputa por la herencia entre sus dos hijos. Se peleaban por llevarse la mejor parte del patrimonio familiar, en continuos pleitos escandalosos, desde el reparto de los terrenos hasta la división de unos objetos insignificantes, sin la menor consideración del amor fraternal. Por muy equitativo que fuera el reparto, siempre se imaginaban que el otro se llevaba algo más. Se sometieron al arbitraje del tribunal, sin que el juez pudiera determinar realmente cuál de los dos se había quedado con un poco más de la herencia. Ante la imposibilidad de dictar una sentencia justa, el tribunal relegó el difícil caso al juicio del mismo emperador. Tampoco le fue nada fácil al monarca formular un veredicto para dar fin a la interminable pugna. En esa situación, el primer ministro Chang se ofreció a resolver el litigio.

«Si Su Majestad me concediera autorización, yo podría terminar rápidamente con el caso».

Tras conseguir el permiso real, Chang regresó a su residencia, en donde citó a los dos litigantes.

«¿Habéis dicho la verdad en vuestras acusaciones? »

«Sí, señor, es totalmente cierta mi acusación».

Los dos se pronunciaron simultáneamente. Dicho esto, el ministro les hizo firmar un documento en el que se reafirmaban en haber dicho la verdad, toda la verdad. No atendió ni un minuto a los argumentos que los dos hermanos habían repetido en tantas ocasiones y directamente dictó la sentencia.

— «Considerando que os acusáis mutuamente que el otro se ha quedado con más herencia y sostenéis que es cierto lo que decís, ordeno que os cambiéis vuestras pertenencias hoy mismo, siendo irrevocable la sentencia, cuya ejecución se llevará a cabo hoy mismo».

DECIMOCUARTO. LOS JUECES DE BERLIN. Federico el Grande, rey de Prusia, quería ensanchar su parque de Sans-Souci; el terreno colindante pertenecía a un molinero que bajo ningún precio aceptaba venderlo. Le hizo llamar el rey a palacio ofreciéndole un buen dinero, pero el vecino insistió que nunca se desprendería de aquellas tierras que había recibido en herencia de sus padres. Irritado, el rey Federico le hizo ver que, siendo el monarca, podía quitarle las tierras sin pagarle nada. Y el molinero le respondió: «Eso... si no hubiese jueces en Berlín».

DECIMOQUINTO. INMEJORABLE DECISIÓN. Paul Kruger, presidente del Transvaal, en Sudáfrica, resolvió en cierta ocasión una disputa entre dos hermanos sobre la herencia de un terreno que debían compartir. La decisión de Kruger: que un hermano dividiera la tierra, y que el otro escogiera primero.

DECIMOSEXTO. UNA DE ANIMALES. Una zorra estaba tirada en un barranco, comida de garrapatas. Un erizo que pasó, compadecido, le preguntó si quería que le quitase las garrapatas. Ante la negativa de la zorra, preguntó que por qué. Y ella respondió, que aquellas garrapatas ya estaban saciadas y bebían poca sangre: si venían otras nuevas chuparían toda la sangre que le quedaba a la zorra. Rebus sic stantibus. A veces, dejar las cosas como están es la mejor solución…

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Verónica|24/10/2022 18:06:08
Dieciséis genialidades, enhorabuena y, muchas gracias. Primero, para aprender y, segundo, para repasar.Notificar comentario inapropiado
Usuario Verónicapor defecto|24/10/2022 18:03:42
Una verdadera genialidad. Enhorabuena. Primero, para aprender y, segundo, para repasar. Gracias.Notificar comentario inapropiado
buenavista|24/10/2022 9:53:31
Muy valiosoNotificar comentario inapropiado
Queremos saber tu opiniónNombreE-mail (no será publicado)ComentarioLA LEY no se hace responsable de las opiniones vertidas en los comentarios. Los comentarios en esta página están moderados, no aparecerán inmediatamente en la página al ser enviados. Evita, por favor, las descalificaciones personales, los comentarios maleducados, los ataques directos o ridiculizaciones personales, o los calificativos insultantes de cualquier tipo, sean dirigidos al autor de la página o a cualquier otro comentarista.
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