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Comentario urgente al Anteproyecto de Ley de Información Clasificada (1)

Leopoldo Puente Rodríguez

Profesor Ayudante Doctor de Derecho penal. Universidad Autónoma de Madrid

Diario La Ley, Nº 10130, Sección Doctrina, 14 de Septiembre de 2022, LA LEY

LA LEY 7793/2022

Normativa comentada
Ir a Norma Constitución Española de 27 Dic. 1978
  • TÍTULO PRIMERO. De los Derechos y Deberes Fundamentales
    • CAPÍTULO II. DERECHOS Y LIBERTADES
      • SECCIÓN 1.ª. De los derechos fundamentales y de las libertades públicas
  • TÍTULO IV. Del Gobierno y de la Administración
  • TÍTULO VIII. De la organización territorial del Estado
Ir a Norma LO 10/1995 de 23 Nov. (Código Penal)
  • LIBRO II. Delitos y sus penas
    • TÍTULO X. Delitos contra la intimidad, el derecho a la propia imagen y la inviolabilidad del domicilio
      • CAPÍTULO PRIMERO. Del descubrimiento y revelación de secretos
    • TÍTULO XIII. Delitos contra el patrimonio y contra el orden socioeconómico
      • CAPÍTULO XI. De los delitos relativos a la propiedad intelectual e industrial, al mercado y a los consumidores
        • SECCIÓN 3.ª. De los delitos relativos al mercado y a los consumidores
    • TÍTULO XIX. Delitos contra la Administración pública
    • TÍTULO XXIII. De los delitos de traición y contra la paz o la independencia del Estado y relativos a la Defensa Nacional
Ir a Norma LO 2/1986 de 13 Mar. (Fuerzas y Cuerpos de Seguridad)
Ir a Norma L 11/2002 de 6 May. (Centro Nacional de Inteligencia)
Ir a Norma L 11/1995 de 11 May. (utilización y control de los créditos destinados a gastos reservados)
Ir a Norma L 48/1978 de 7 Oct. (modificación de la L 9/1968 de 5 Abr., secretos oficiales)
Ir a Norma L 9/1968 de 5 Abr. (secretos oficiales)
  • Artículo primero.
Ir a Norma RD 14 Sep. 1882 (Ley de Enjuiciamiento Criminal)
  • LIBRO II. DEL SUMARIO
    • TÍTULO V. De la comprobación del delito y averiguación del delincuente
Ir a Norma D 242/1969 de 20 Feb. (secretos oficiales)
Jurisprudencia comentada
Ir a Jurisprudencia TC, Sala Segunda, S 220/1991, 25 Nov. 1991 (Rec. 524/1989)
Comentarios
Resumen

Tras una retórica plagada de alusiones a la «transparencia», el Anteproyecto de Ley de Información Clasificada que se ha presentado esconde un enorme retroceso en términos democráticos. Dicho texto presenta infinidad de problemas, pero los más destacables son dos: expande enormemente el concepto de «información clasificada», comprendiendo situaciones que nada tienen que ver con la seguridad o defensa del Estado, y disemina la competencia para declarar clasificada determinada información por toda la Administración. Por estas y otras razones el Anteproyecto en cuestión merece una valoración muy negativa.

- Comentario al documentoEs un (justificado) lugar común aquel que sostiene que resulta urgente modificar nuestra actual regulación de los secretos oficiales. Amparado en tal estado de opinión ha sido presentado recientemente un nuevo Anteproyecto de Ley de Información Clasificada. La regulación todavía vigente presenta multitud de defectos (aspectos posiblemente inconstitucionales, desfases jurídicos, obsolescencia en lo que se refiere a las clases de información a las que se remite y su modo de manejarlas, etc.). Sin embargo, la alternativa cristalizada en el Anteproyecto que se comenta en este trabajo no solo no supone ningún progreso, sino que constituye una fuerte regresión en términos democráticos. Aunque, desde luego, dicha propuesta comporta alguna mejora, lo cierto es que los retrocesos que incorpora superan con mucho a los posibles avances. Entre otras muchas causas, el Anteproyecto resulta duramente criticable por dos cuestiones concretas. En primer lugar, amplía mucho (muchísimo) el abanico de información que podrá ser clasificada y excluida del escrutinio público. En segundo lugar, incrementa enormemente el número de autoridades con competencias para declarar clasificada una determinada información, de modo que son muchos los distintos órganos que podrán decidir que determinada información no se haga pública (a diferencia de lo que sucede ahora, que es algo que solo puede hacer el Consejo de Ministros). Lo paradójico y lamentable del Anteproyecto que se ha presentado es que resulta de más dudosa constitucionalidad que la regulación con la que contamos hoy en día (¡y que data de finales de los años sesenta!). Este artículo se dedica a explicar y justificar esta última afirmación.

I. Introducción

Es evidente para cualquiera que se aproxime con cierto detalle a la regulación jurídica de los secretos de Estado en nuestro país que esta requiere una profunda reforma (2) . Razones para ello hay muchas y algunas de ellas son muy convincentes.

Para empezar, no deja de resultar llamativo que más de cuarenta años después de la entrada en vigor de la Constitución sean una ley (la Ley 9/1968, de 5 de abril (LA LEY 471/1968)) y un reglamento (Decreto 242/1969, de 20 de febrero (LA LEY 198/1969)) franquistas los que regulen fundamentalmente una materia tan delicada en términos democráticos como la de qué sucesos pueden ser sustraídos del conocimiento público y de la consecuente fiscalización política y jurídica por una decisión del Gobierno. Son muchos los autores que han señalado que, de modo poco sorprendente, varios son los extremos de la legislación todavía vigente que podrían ser inconstitucionales (3) .

Por otro lado, parece sensato que, incluso aunque la normativa hoy vigente no presentase tan importantes déficits, el mero transcurso de más de medio siglo fuera, por sí solo, razón suficiente para replantear muchas de las cuestiones que hoy están contempladas (4) . El avance técnico en materia de la comunicación y sus formas no ha hecho más que evolucionar en este medio siglo y la legislación actual seguramente no está preparada para dar debida cuenta de estos cambios. Como muestra, puede el lector echar un vistazo a los arts. 13, 14 y 15 del Decreto 242/1969 (LA LEY 198/1969), en los que se desarrollan las (enormemente anacrónicas) condiciones de almacenamiento de información clasificada. Se habla en estos preceptos, por ejemplo, de «armarios-archivadores metálicos» equipados con «barra de acero» y «candado cambiable». Se establece también, de modo igualmente ilustrativo, un detallado artículo (art. 15) acerca del protocolo a seguir para el «cambio de combinaciones de cerraduras».

Pero más allá del desfase de nuestra regulación con lo que el estado de la «técnica» de la información y su custodia se refiere (una obsolescencia técnica inevitable), es evidente que, tras tantos (y tan significativos) años, han tenido lugar diversos cambios en nuestro ordenamiento jurídico, más allá incluso de la propia Constitución, que hacen que nuestra normativa deba ser (al menos) enmendada en más de un punto (5) . Como ejemplo sirva ahora el hecho de que la Ley 9/1968 (LA LEY 471/1968) establece únicamente dos autoridades con competencia para declarar una información como «secreta»: el Consejo de Ministros y la Junta de Jefes de Estado mayor. Pero sucede que la última autoridad ya no existe, por lo que sería preciso determinar, entre otras cosas, si alguna otra autoridad debería sustituir al desaparecido órgano en tales competencias.

Por todo esto, parece imprescindible acometer la tarea de modificar en profundidad nuestra normativa en materia de secretos de Estado. Por esta razón, en principio, el Anteproyecto de Ley de Información Clasificada que se está discutiendo estos días debería ser calurosamente saludado. Ocurre, sin embargo, que el Anteproyecto al que nos referimos merece una valoración muy negativa. Y es que, tras la densa retórica desplegada en el texto acerca de la «transparencia» y su importancia, este supone un importante retroceso (¡respecto a normativa preconstitucional!) en lo que a la legitimidad de la regulación de secretos de Estado se refiere.

Soy consciente de lo duras que son estas afirmaciones, pero cuentan con sustento suficiente para hacerlas y las próximas páginas se dedicarán a ello. En primer lugar, para el lector no familiarizado con la cuestión, se expondrá un breve resumen de la regulación hoy vigente y de los problemas que plantea. Después, se explicará el Anteproyecto de Ley de Información Clasificada y algunos de sus puntos más problemáticos. Será aquí, fundamentalmente, donde se desarrolle el sustento argumental de las polémicas afirmaciones que he hecho, pero puedo resumir ya la cuestión. Hay «cuatro patas» especialmente importantes para valorar cómo se adecua al Estado social y democrático de Derecho una determinada regulación de los secretos de Estado: 1) qué puede ser declarado «secreto», 2) quién puede declarar algo «secreto», 3) cuál es el régimen de desclasificación de la información y 4) cuál es la relación entre el «secreto» y los órganos judiciales. Sucede que el Anteproyecto representa importantísimos retrocesos en las dos primeras «patas» y no aporta avances especialmente relevantes en las dos últimas. Explicadas todas estas afirmaciones se esbozarán, después, unas breves conclusiones.

II. Normativa vigente en materia de información clasificada

El actual marco regulatorio de los secretos de Estado se encuentra hoy compuesto, fundamentalmente, por la Ley 9/1968, de 5 de abril, sobre secretos oficiales (LA LEY 471/1968) y el Decreto 242/1969, de 20 de febrero (LA LEY 198/1969), por el que se desarrollan las disposiciones de la Ley 9/1968, de 5 de abril (LA LEY 471/1968) sobre secretos oficiales. La Ley de 1968 fue levemente modificada diez años después por otra ley (la Ley 48/1978, de 7 de octubre (LA LEY 1921/1978)) que, aunque igualmente preconstitucional, tenía por objeto adecuar algunos (pocos) aspectos del régimen legal a una Constitución que ya resultaba inminente (6) . Ya dentro de la propia Constitución cabe destacar el art. 105 b), que establece que se regulará por ley «el acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas» (7) . Parte, pues, nuestro texto constitucional de un principio general de transparencia en la actividad de la Administración, que solo en los supuestos apuntados puede ceder.

A continuación, y siguiendo el esquema de «las cuatro patas» que antes he esbozado, analizaré la normativa todavía vigente y expondré sus problemas. Por supuesto, no se tratará de una exposición extensa de la cuestión y este esquema de «las cuatro patas» dejará algunos aspectos de lado. Me limito a recomendar al lector que consulte por sí mismo una ley que, contra lo que pudiera imaginarse, resulta muy escueta (catorce artículos, cuatro páginas) y a quien pueda estar interesado a que consulte la bibliografía especializada al respecto (8) .

En cuanto a la «primera pata» (qué se puede declarar «secreto»), se debe señalar, en primer lugar, que nuestra legislación prevé dos niveles diferentes («secreto» y «reservado») en función del grado de protección que merezcan. En cualquier caso, la clasificación de un modo u otro tendrá lugar cuando la revelación no autorizada de la información «pueda dañar o poner en riesgo la seguridad o defensa del Estado» (9) . A este respecto cabe hacer fundamentalmente dos observaciones (10) . La primera es que esta fórmula parece encajar en el marco constitucional que, como veíamos hace un momento, establece que se puede negar el acceso a aquella información que «afecte a la seguridad y defensa del Estado» (art. 105 b) CE (LA LEY 2500/1978)). La segunda observación es que, pese a ello, no se puede ignorar que estamos hablando de un «concepto jurídico indeterminado» (11) , «innegablemente flexible» (12) y que cuenta con una muy baja «densidad normativa» (13) , lo que complicará mucho, como veremos, la eventual fiscalización judicial de la decisión de declarar «secreta» (o «reservada») una información (14) .

La «segunda pata» era la relativa a quién tiene competencias para declarar «clasificada» una determinada información. A este respecto es preciso detenerse poco: es competencia exclusiva del Consejo de Ministros y no es ni transferible, ni delegable (arts. 4 y 5 Ley 9/1968), lo que tiene todo el sentido habida cuenta de que «el Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado» (art. 97 CE (LA LEY 2500/1978)). Cabe hacer solo dos matices. El primero es que, como apuntaba antes, la Ley 9/1968 (LA LEY 471/1968) atribuye también competencia a la Junta de Jefes de Estado mayor, pero este órgano ya no existe y hay que entender que nadie le ha sucedido en sus competencias (15) . El segundo matiz es que, como establece la propia ley y resulta por lo demás plenamente razonable, cabe considerar una información «secreta» o «reservada» directamente por una ley (art. 1.2 Ley 9/1968 (LA LEY 471/1968)). El ejemplo paradigmático de la declaración legislativa de secreto lo constituye la Ley 11/1995, de 11 de mayo (LA LEY 1814/1995), reguladora de la utilización y control de los créditos destinados a gastos reservados. Dicho cuerpo legal establece en su art. 3 que «toda la información relativa a los créditos destinados a gastos reservados, así como la correspondiente a su utilización efectiva, tendrán la calificación de secreto, de acuerdo con las leyes vigentes en materia de secretos oficiales» (16) .

Solo el Consejo de Ministros o la propia ley pueden declarar secreta una información y solo cuando esta pueda afectar a la seguridad y defensa del Estado

Así pues, estas dos primeras «patas» se resumen del siguiente modo: solo el Consejo de Ministros o la propia ley pueden declarar secreta una información y solo cuando esta pueda afectar a la seguridad y defensa del Estado. Es importante retener esto de cara al contraste que haremos luego con el Anteproyecto propuesto.

La «tercera pata» es la conformada por el régimen de desclasificación de la información y ciertamente cabe hacer aquí muchos reproches a la normativa vigente. Para empezar, es censurable lo lacónico de la regulación legal de la cancelación. La Ley 9/1968 (LA LEY 471/1968) se limita a decir que la cancelación de la clasificación «será dispuesta por el órgano que hizo la respectiva declaración». Se desarrolla la cuestión algo más por vía reglamentaria, pero, ciertamente, tampoco con gran detalle y siempre con formulaciones ambiguas.

Ha resultado sumamente polémica la cuestión de la desclasificación judicial de la información clasificada y han corrido ríos de tinta de constitucionalistas y administrativistas al respecto. Ciertamente, encontrar una regulación razonable en este punto resulta extraordinariamente complejo. Ello es lógico: el secreto y el Estado de Derecho se encuentran en una relación de tensión extraordinariamente paradójica. Se dice muchas veces, con sensatez, que el secreto es la excepción y la publicidad la regla (17) . Se señala, también, que el secreto es una «concesión a la necesidad» (18) . Por todo ello, se concluye que el secreto solo cuando es empleado con mesura y dentro de unos estrechos márgenes tiene cabida en el Estado de Derecho (19) . El problema es que para asegurarnos de que eso es así hemos de fiscalizar el secreto y cuanto más se fiscaliza un secreto, menos secreto es. De este modo, nos encontramos ante una paradoja probablemente irresoluble: los secretos son una concesión a la necesidad, pero es necesario también fiscalizar los secretos, haciéndolos menos secretos y dificultando que satisfagan la necesidad para la que han sido concebidos. No hay, en consecuencia, «soluciones perfectas» en este ámbito (20) . Por todo ello, sin duda alguna, le asiste la razón a Sánchez Ferro cuando sostiene que «el tema más apasionante, polémico y complejo del régimen jurídico aplicable al secreto de Estado es el de su control» (21) .

Sobre la materia parece haber ahora un cierto consenso: existan o no los, denominados por doctrina administrativista y constitucionalista, «actos políticos» y sea o no la clasificación de información uno de estos actos, lo cierto es que cabe, en hipótesis, llevar a cabo un control judicial que permita examinar si la clasificación efectuada por el Consejo de Ministros resulta procedente dentro de los difusos límites previstos por la legislación (22) . Cuestión distinta es que este control ha de ser necesariamente laxo dada la ya apuntada poca «densidad normativa» de los conceptos jurídicos (indeterminados) en juego (23) .

Lo cierto es que nada dice la Ley 9/1968 (LA LEY 471/1968) sobre la eventual desclasificación de los secretos de Estado por parte de los órganos jurisdiccionales. Sin embargo, no cabe interpretar esta omisión como una negativa al control judicial, sino lo contrario (24) . En la redacción original de la ley se establecía en su art. 10.2 que «no corresponde a la jurisdicción contencioso-administrativa el conocimiento de las cuestiones que se susciten en relación con las calificaciones a que se refiere esta Ley». Este precepto fue suprimido por la reforma operada por la Ley 48/1978, de 7 de octubre (LA LEY 1921/1978), que mencionaba antes. De manera que parece bastante claro que si se suprimió tal precepto fue porque se pretendía extender a esta materia el ámbito de la jurisdicción contencioso-administrativa. Es cierto, sin embargo, que no existe un cauce procedimental muy claro para ello. Pero, no obstante, en alguna ocasión se ha encontrado el camino para hacerlo y por la vía de recurrir ante la Sala Tercera del Tribunal Supremo la resolución del Consejo de Ministros por la que se rechazaba desclasificar información se ha alcanzado tal resultado. El asunto en cuestión fue el tristemente célebre de «los papeles del CESID» (25) (en el que la acusación particular en el proceso de investigación y acusación de los GAL solicitó al Gobierno la desclasificación de determinada información, lo que se rechazó) y la resolución «final» de este asunto, en lo que al objeto de este trabajo importa, fue la siguiente: los magistrados que componían la Sala ante la que se sustanció el asunto accedieron a la información («a puerta cerrada») y decidieron desclasificar aquella información que entendieron que no comprometía la seguridad del Estado y que era precisa para la satisfacción del derecho a la tutela judicial efectiva.

Esta solución «creativa» fue, dada la ausencia de un marco procedimental concreto, probablemente razonable. Y, como decía antes, tenemos que admitir que no existen soluciones perfectas. Pero lo cierto es que no deja de estar exenta de problemas. Quizás el más evidente desde la óptica del proceso penal sea, de modo paradójico, el del derecho a la tutela judicial efectiva. Bien está que un tribunal pondere entre el secreto y la tutela judicial efectiva (el derecho a disponer de medios de prueba pertinentes) de una de las partes, pero el resultado de esa ponderación debería ser, a su vez, respetuoso con el derecho a la tutela judicial efectiva y el derecho a obtener una resolución motivada. Mucho me temo que una resolución por la que se decide no desclasificar determinada información no puede ser respetuosa con tal derecho, pues no se puede, por concepto, explicar razonablemente el resultado de una ponderación entre lo cierto (la necesidad probatoria) y lo desconocido (una información secreta que no se quiere revelar).

La «cuarta pata» (relación entre el secreto y los órganos judiciales) necesariamente emparenta con la que acabamos de ver, pero, ciertamente, va más allá. Se trata, en definitiva, de concretar cuándo en el marco de, por ejemplo, un proceso penal se va a poder emplear información clasificada como prueba de cargo o descargo. Una respuesta posible sería: cuando la «tercera pata» lo permita. Pero seguramente se trate de un camino demasiado farragoso, costoso y complejo y sería preferible, en el sentido de la propuesta del Anteproyecto, articular algún mecanismo alternativo.

III. El Anteproyecto de Ley de Información Clasificada y sus problemas

Visto ya el estado de la cuestión de la regulación hoy vigente sobre información clasificada, veamos ahora cómo se articulan las «cuatro patas» en el Anteproyecto. Dejaré a un lado otras cuestiones sumamente espinosas y que seguramente requerirían algo de atención, como, por ejemplo, la previsión de que empresas privadas puedan gestionar la información clasificada que pueda poner en peligro la seguridad del Estado (arts. 25 y ss. del Anteproyecto) (26) , o, también, la de cómo pueden confirmarse en la vía contencioso-administrativa las sanciones previstas por revelar información clasificada sin ratificar, a su vez, que la información revelada efectivamente es real (27) , o, igualmente, la del régimen transitorio aplicable a la información actualmente clasificada. No voy a tratar, en definitiva, de hacer un resumen del Anteproyecto. Pretendo solo señalar algunos de sus aspectos más problemáticos.

En lo que se refiere a la «primera pata» (qué información cabe clasificar y sustraer al conocimiento público), lo primero que llama la atención es la extraordinaria inflación de materias contempladas. Si hasta ahora la Ley 9/1968 (LA LEY 471/1968) hablaba de información «secreta» y «reservada» y cabía clasificar así, en función de su potencial afectación, aquella información que pudiera poner en riesgo «la seguridad y defensa del Estado», el Anteproyecto contempla cuatro posibles clasificaciones para distintas clases de información que van mucho más allá («alto secreto», «secreto», «confidencial» y «restringido»). Se puede decir sin temor a error que el Anteproyecto confunde «información importante» con «información que puede ser constitucionalmente sustraída al conocimiento público». Veamos por qué.

El art. 3.2 del Anteproyecto establece que se considerará «alto secreto» aquella información cuya revelación pueda suponer «una amenaza o perjuicio extremadamente grave para los intereses de España en los siguientes ámbitos:

  • a) La soberanía e integridad territorial.
  • b) El orden constitucional y la seguridad del Estado.
  • c) La seguridad nacional.
  • d) La defensa nacional.
  • e) La seguridad pública y la vida de los ciudadanos.
  • f) La capacidad o la seguridad de las Fuerzas Armadas de España o de sus aliados, o de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad.
  • g) La efectividad o seguridad de las misiones y operaciones de los servicios de inteligencia o de información de España o de sus aliados, o de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad.
  • h) Las relaciones exteriores de España o situaciones de tensión internacional.
  • i) Los intereses económicos o industriales de carácter estratégico.
  • j) Cualquier otro ámbito cuya salvaguarda requiera de la más alta protección».

No albergo dudas de que algunos de los ámbitos señalados tienen encaje constitucional. Pero, francamente, no tengo nada claro que la «seguridad pública» (concebida como algo distinto de la «seguridad del Estado» y la «seguridad nacional») sea algo que quepa en el art. 105 b) CE (LA LEY 2500/1978) (reitero: «la ley regulará (…) el acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas»). Otro tanto pasaría, por ejemplo, con aquello que afecte a la «efectividad (…) de los servicios de inteligencia» o a los «intereses económicos o industriales de carácter estratégico». Insisto: no me cabe duda de que esta información es importante para «los intereses de España». Lo que debe quedar claro es que, en el marco de la información clasificada, la Constitución no habilita a declarar secreta «información importante para los intereses de España», sino solo aquella que afecte a la seguridad y defensa del Estado (28) . A mayores, parece que la cláusula de cierre («cualquier otro ámbito cuya salvaguarda requiera de la más alta protección») parece poco adecuada. No tiene sentido hacer un amplio listado para no caer en la poca «densidad normativa» de la regulación anterior y terminar concluyendo con una cláusula abierta que, en la práctica, hará muy complicado el oportuno control judicial (29) .

Otro tanto sucede con los supuestos en los que cabe declarar una concreta información «secreta» (art. 3.3 del Anteproyecto). En este caso, haciendo alusión a los mismos ámbitos que acabamos de reproducir, cabrá calificar así una información cuando su conocimiento público «pueda dar lugar a una amenaza o perjuicio grave» (no ya «extremadamente grave») «para los intereses de España». Las mismas consideraciones que hacía en el párrafo anterior son, con mayor razón, aplicables aquí.

Se puede afirmar sin temor a equivocación que solo una parte de lo que con el Anteproyecto podría ser considerado «alto secreto» o «secreto» podría merecer un tratamiento análogo con la legislación hoy vigente. En las dos categorías siguientes, sin embargo, la cosa es distinta: nada de lo que con el Anteproyecto podría clasificarse como «confidencial» o «restringido» puede ser sustraído a la opinión pública con la Ley 9/1968 (LA LEY 471/1968). Así, a modo de ejemplo, el Anteproyecto permite clasificar como «confidencial» aquella información cuyo conocimiento público pueda amenazar o perjudicar «levemente los intereses de España» en ámbitos como «el efectivo desarrollo de las políticas del Estado o del funcionamiento del sector público» o el «funcionamiento de servicios públicos» (art. 3.4 del Anteproyecto). Por su parte, dispone el art. 3.5 del Anteproyecto que «la clasificación de "Restringido" se aplicará a la información cuya revelación no autorizada o utilización indebida pueda ser contraria a los intereses de España en cualquiera de los ámbitos relacionados en los apartados anteriores».

El Anteproyecto supone, en definitiva, una enorme ampliación de lo que cabe calificar como secreto: solo una parte de lo que considera «alto secreto» o «secreto» cabe en nuestra regulación actual y no cabe nada de lo que denomina «confidencial» o «restringido». Esta «primera pata» merece, en consecuencia, una valoración extremadamente negativa.

No corre mucha mejor suerte la «segunda pata», la relativa a quién es competente para clasificar una determinada información. Recuerdo ahora que con la regulación vigente solo el Consejo de Ministros o la propia ley pueden hacerlo. El Anteproyecto establece lo mismo para clasificar una información como «alto secreto» o «secreto», pero configura un muy amplio listado de autoridades para clasificar una información como «confidencial» o «restringido». Reproduzco, por lo ilustrativo que resulta, el art. 4.2 del Anteproyecto que permite tales clasificaciones «dentro de sus competencias, a las siguientes autoridades:

  • a) Al Presidente o a la Presidenta del Gobierno y a los titulares de las Vicepresidencias del Gobierno.
  • b) Los titulares de los Ministerios, Secretarías de Estado y Subsecretarías en sus respectivos Departamentos.
  • c) El Director o Directora del Centro Nacional de Inteligencia.
  • d) El o la Jefe del Estado mayor de la Defensa.
  • e) El o la Jefe del Estado mayor del Ejército.
  • f) El o la Almirante Jefe del Estado mayor de la Armada.
  • g) El o la Jefe del Estado mayor del Ejército del Aire y del Espacio.
  • h) Los Jefes de Misión Diplomática y de Oficinas Consulares.
  • i) El Presidente o la Presidenta del Consejo de Seguridad Nuclear.
  • j) Los Delegados y Delegadas y Subdelegados y Subdelegadas del Gobierno.
  • k) El Director o la Directora del Departamento de Seguridad Nacional.
  • l) El Director o la Directora General de la Policía.
  • m) El Director o la Directora General de la Guardia Civil.
  • n) El Secretario o la Secretaria General de Instituciones Penitenciarias.
  • o) Las autoridades autonómicas competentes en materia de policía, en aquellas

Comunidades Autónomas que hayan asumido estatutariamente competencias para la

creación de Cuerpos de Policía de conformidad con el artículo 149.1.29ª de la

Constitución».

La enorme expansión y dispersión de las competencias para excluir del conocimiento público una información resulta extraordinaria. Y la atribución de tal potestad a todas y cada una de las autoridades indicadas presenta problemas (30) . Especialmente si partimos de que la información clasificada como «reservada» no es fiscalizada por la «Autoridad Nacional para la protección clasificada» (art. 6 del Anteproyecto). Además, aunque se excluye de necesidad de autorización al Presidente del Gobierno para acceder a cualquier información clasificada (art. 20.3 del Anteproyecto), lo cierto es que habida cuenta del régimen especial de la información «reservada» no es ni mucho menos inimaginable que en la práctica unas autoridades «escondan» a otras información que, al menos teóricamente, podría comprometer la seguridad del Estado. ¿Acaso irán los distintos Presidentes del Gobierno que se sucedan de registro de información reservada en registro de información reservada para tomar conocimiento de los diversos contenidos?

Por otro lado, seguramente sea fruto de mi escasa imaginación, pero me cuesta concebir casos en los que, por ejemplo, el Secretario General de Instituciones Penitenciarias o un Delegado del Gobierno pueda declarar que una determinada información deba ser (¡en el marco de sus competencias!) clasificada y que esta clasificación sea lícita en términos constitucionales. Seguramente otro tanto suceda con muchas de las autoridades indicadas como las de la Dirección General de la Policía o la Guardia Civil. Puede ser discutible que se atribuya una competencia de esta naturaleza a la Dirección del Centro Nacional de Inteligencia (los «servicios secretos»). Pero si también la Dirección de la Policía Nacional y de la Guardia Civil pueden actuar al amparo de los «secretos de Estado» que ellos mismos decretan, la delimitación entre unas instituciones y otras se difumina peligrosamente (31) .

Todos estos problemas no pueden, en cualquier caso, opacar otro más: atribuir competencia para declarar «confidencial» o «restringida» una información a «las autoridades autonómicas competentes en materia de policía, en aquellas

Comunidades Autónomas que hayan asumido estatutariamente competencias para la

creación de Cuerpos de Policía». Esta disposición resulta meridianamente inconstitucional (32) . O bien se está atribuyendo a una autoridad autonómica la potestad de declarar «confidencial» o «restringida» información que compromete la seguridad del Estado (lo que sería competencia exclusiva del Estado ex art. 149.1.4ª y 29ª CE), o bien (y seguramente es esto segundo lo que sucede) se está permitiendo que declare «confidencial» o «restringida» información que (ex art. 105 b) CE) no puede ser excluida del acceso público. Por una vía o por otra, esta opción no sería acorde con la Constitución.

Las «patas» tercera y cuarta del Anteproyecto sí suponen, en cierto sentido, una mejora con respecto a la regulación todavía vigente. En alguna medida no implican mucho más (¡pero tampoco menos!) que la consagración legal de lo que, mediante un proceso ciertamente turbulento, han terminado asumiendo nuestros tribunales.

Por un lado, en el art. 37 del Anteproyecto se establece que «contra la Diligencia o la Directiva de clasificación, cualquier persona directamente afectada por

su contenido o que acredite un derecho o interés legítimo podrá interponer recurso contencioso-administrativo ante la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo». De este modo, se da cauce legal expreso a lo que hasta ahora tenía que hacerse mediante una interpretación jurídica algo alambicada (33) . Así, en lo atinente a la desclasificación de secretos de Estado se establece la posibilidad de solicitar que esta tenga lugar judicialmente (34) . Esto se debe valorar de forma positiva.

En lo que se refiere al régimen de desclasificación no es esta, sin embargo, la novedad más «auto-celebrada» por la Exposición de Motivos, sino el establecimiento (art. 16) de plazos de desclasificación automática (cincuenta años desde la clasificación para el «alto secreto», cuarenta años para los «secretos», hasta diez años para la información «confidencial» y hasta seis para la «restringida») (35) . La novedad, ciertamente, no parece tan importante por varias razones. La primera y más evidente es la extensión de los plazos (especialmente los referidos al «alto secreto» y al «secreto»). Cincuenta (o cuarenta) años es tiempo suficiente para que la desclasificación del secreto no lleve aparejada ninguna responsabilidad para quien actuara bajo él y para quien lo declarase (36) . Si esta ley se aprobara mañana, tendríamos que esperar cincuenta años para exigir responsabilidades por lo acontecido. En el caso de las responsabilidades penales, sin ir más lejos, estarían ya prescritas. Pero es que, además, en lo relativo a los plazos hay mucha «letra pequeña». Más allá de las eventuales prórrogas que pudieran tener lugar y que se prevén expresamente, se contempla un precepto, el art. 19, del que se podría decir aquello de que «lo carga el diablo». Según tal disposición: «la información desclasificada no podrá volver a clasificarse, salvo que la autoridad de clasificación aprecie motivadamente y de forma excepcional que existen razones suficientes que justifican una nueva clasificación». Desde luego, el riesgo de que este precepto se emplee para dar lugar a prórrogas indefinidas no se debe despreciar.

Otras pretendidas novedades en materia de desclasificación no lo son tanto. Se establece que deberán llevarse a cabo revisiones periódicas (art. 17 del Anteproyecto) o la posibilidad de remitir la desclasificación a que tenga lugar un acontecimiento futuro, cierto y previsible (art. 16.6 del Anteproyecto). Lo cierto es que ambas posibilidades están ya reguladas en nuestro propio ordenamiento jurídico desde 1969. El sometimiento de la clasificación a un suceso futuro se encuentra previsto en el art. 3.III del Decreto 242/1969 (LA LEY 198/1969). De igual manera, la revisión periódica del material clasificado para proceder a su desclasificación está contemplada en el art. 3.IV del Decreto 242/1969 (LA LEY 198/1969). Si esta revisión periódica no se hacía hasta ahora no habrá podido ser a causa de nuestro ordenamiento jurídico, sino pese a él.

Finalmente, en lo relativo a la «cuarta pata» (empleo de material clasificado en procedimientos judiciales) se debe agradecer la regulación de un proceso judicial que hasta ahora solo de modo algo accidentado podría haberse seguido. La formulación de este procedimiento (art. 38 del Anteproyecto) recuerda inevitablemente a la propuesta que en su día hiciera Díez-Picazo Giménez y, también, a la solución que se siguió en el asunto antes comentado de los «papeles del CESID» (37) . En el Anteproyecto se establece que si, durante el curso de un proceso judicial (no se indican jurisdicciones concretas), el órgano judicial estima «indispensable» acceder a información clasificada, podrá este solicitar a la Sala Tercera del Tribunal Supremo que requiera, a su vez, a la autoridad de clasificación dicha información. A partir de ahí, si se aporta la documentación, se remite al tribunal que la solicitó. Si no se remite, se abren dos posibilidades: que la Sala entienda que la motivación por la que no se remite es atendible y finaliza el incidente; o que la Sala entienda que la motivación no es suficiente y solicite la información para valorarla ella misma, haciendo llegar luego, si lo estima oportuno, toda o parte de la información al órgano judicial que solicitaba la información.

La previsión expresa de este incidente (que podrá dar lugar a la suspensión del proceso del que trae causa) debe, sin duda, ser celebrada, pues aclara una situación que no era ni mucho menos sencilla. En este punto, con independencia de que, por supuesto, podrían haberse arbitrado otras soluciones (quizás mejores, como una comisión mixta integrada no solo, aunque fundamentalmente, por miembros del Poder Judicial) (38) , lo cierto es que el Anteproyecto supone una ganancia importante con respecto a aquello de lo que disponemos hoy en día con nuestra legislación.

De este modo el análisis de «las cuatro patas» concluye como se anticipaba en la introducción: pérdidas netas en las dos primeras y relativas ganancias en las dos últimas. No obstante, el examen global no permite hablar de «empate». Hasta ahora el planteamiento que he ofrecido partía de una relativa independencia de todas estas «patas», pero, en realidad, todas están conectadas entre sí. Bien está, por ejemplo, que se prevea el control jurisdiccional de la clasificación de secretos, pero si tal clasificación está amparada en un cúmulo de conceptos jurídicos indeterminados y cláusulas abiertas, lo cierto es que por mucho que se prevea tal control judicial este habrá de ser en la práctica extremadamente limitado.

Por otro lado, las aportaciones de las dos últimas patas constituyen, en definitiva, la concesión de «carta de naturaleza» a una práctica judicial que ya tenía lugar de manera parecida con anterioridad. Se debe, por tanto, celebrar su eventual previsión legislativa, pero asumiendo que la repercusión práctica de la misma no será tanta como a primera vista pudiera parecer.

Quisiera realizar un último comentario acerca del Anteproyecto de Ley de Información Clasificada que se refiere no tanto a lo que regula sino a la posibilidad que desaprovecha de replantear algunas cuestiones específicamente penales y procesales. Por un lado, de un tiempo a esta parte se ha discutido enormemente acerca del alcance de la dispensa del deber de declarar del funcionario público cuando no pueda hacerlo sin revelar un secreto que estuviera obligado a guardar por razón de cargo (art. 417.2 LECrim (LA LEY 1/1882)) (39) . La tesis mayoritaria parte de la tensión existente a la que se expone al testigo, al que se ubicaría entre la espada y la pared: o comete el delito de revelación de información clasificada (art. 598 CP (LA LEY 3996/1995)) o comete los delitos de desobediencia o denegación de auxilio judicial (arts. 410 (LA LEY 3996/1995) y 412 CP (LA LEY 3996/1995)) (40) . Francamente esta tensión es menor de la que podría parecer, pues resultaría difícil condenar a quien revela información clasificada ante la insistente petición de una autoridad judicial rechazando que concurriera en él un error invencible (41) . Pero lo cierto es que la promulgación de una nueva Ley de Información Clasificada sería una buena oportunidad para aportar luz a través de alguna disposición adicional en un tema acerca del que reina algo de confusión.

Por mi parte, creo que sencillamente no hay problema alguno, al menos de lege lata. Considero que el art. 417.2 LECrim. (LA LEY 1/1882) establece una causa de justificación extrapenal que no resulta inconstitucional habida cuenta del final del art. 24.2 CE (LA LEY 2500/1978), que dispone que «la ley regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos» (42) . Cierto es que el secreto de Estado que custodia el funcionario es un secreto «profesional» un tanto sui generis (43) , pero creo que cabe entenderlo perfectamente comprendido por la literalidad del precepto (44) . Ahora bien, tan cierto como que creo que nuestra regulación es constitucional en este punto, lo es que otras posibilidades más restrictivas de la dispensa del deber de declarar en estos casos serían también posibles y seguramente permitirían conciliar mejor el secreto de Estado con la tutela judicial efectiva.

Por otro lado, creo que la promulgación de una nueva ley sería también una buena ocasión para replantearse la tipificación de los delitos de revelación de información clasificada (especialmente, los arts. 584 (LA LEY 3996/1995) y 598 y ss. CP (LA LEY 3996/1995)). No tiene sentido ya a estas alturas extenderse en profundidad en este punto, pero señalaré tres cuestiones que convendría replantear. Primero, la pena que acompaña al art. 598 CP (LA LEY 3996/1995) (revelación de secretos sin propósito de favorecer a una potencia enemiga) es de uno a cuatro años de prisión, lo que hace que sea inferior, por ejemplo, a la pena de revelación de secretos de un particular (art. 197.1 CP (LA LEY 3996/1995)) o la que acompaña al tipo básico de revelación de secretos industriales (art. 278.1 CP (LA LEY 3996/1995)). Sin restar importancia a estas otras figuras delictivas, lo cierto es que no parece muy adecuado que sean castigadas más severamente que la conducta de revelar secretos que comprometan la seguridad del Estado (45) .

En segundo lugar, y en el sentido inverso, la pena puede resultar excesiva para la revelación de determinadas informaciones que con el Anteproyecto podrían ser clasificadas como «confidencial» o «restringido». Si se va a hacer una cuatripartición como la que figura en el Anteproyecto lo adecuado sería, en mi opinión, que tal división tuviera su reflejo en la regulación penal, castigando únicamente la revelación de informaciones clasificadas como «alto secreto» y «secreto» y no simplemente, como dice hoy el Código penal, «información clasificada» (que comprendería también a la «confidencial» y «restringida») (46) . Hemos de tener en cuenta que el art. 598 CP (LA LEY 3996/1995) no deja de ser una norma penal en blanco (47) . Por ello, se remite a la regulación de la información clasificada, que, al ser ampliada, ensancha también los contornos de la conducta típica.

Por último, es preciso reparar en la peculiar estructura de los delitos de revelación de información clasificada. Existe un precepto (art. 598 CP (LA LEY 3996/1995)) que establece que «el que, sin propósito de favorecer a una potencia extranjera, se procurare, revelare, falseare o inutilizare información legalmente calificada como reservada o secreta» será castigado. Es decir, un tipo común (que puede cometer cualquier autor) y que requiere la ausencia de un elemento subjetivo («sin propósito de favorecer a una potencia extranjera»). Esa misma conducta se castiga más severamente cuando se comete con tal propósito dentro de los delitos de traición (art. 584 CP (LA LEY 3996/1995)). El problema es que este precepto (como todos los delitos de «traición») son, seguramente de modo razonable, delitos especiales que, en principio, solo pueden cometer los ciudadanos con nacionalidad española (48) . Así, el art. 584 CP (LA LEY 3996/1995) dispone que «el español que, con el propósito de favorecer a una potencia extranjera, asociación u organización internacional, se procure, falsee, inutilice o revele información clasificada como reservada o secreta» será castigado. Más adelante, el art. 586 CP (LA LEY 3996/1995) establece que será castigado con una pena menor «el extranjero residente en España» que cometiera alguno de los delitos regulados en los preceptos anteriores. El problema parece evidente: podría haber una laguna. El ciudadano extranjero no residente en España que con el propósito de beneficiar a una potencia extranjera revele información clasificada no estaría cometiendo ni uno ni otro delito (ni ningún otro, salvo error por mi parte, por el mero hecho de revelar tal información) (49) . Con respecto al art. 598 CP (LA LEY 3996/1995) le faltaría el elemento negativo de «sin propósito…». En relación con los arts. 584 (LA LEY 3996/1995) y 586 CP (LA LEY 3996/1995) no reuniría las condiciones para ser considerado autor.

Desde luego, un estudio en profundidad acerca de los delitos de revelación de secretos de Estado es, con carácter general, oportuno (50) . Y lo será también un estudio de cómo, de salir adelante, una nueva ley sobre los secretos de Estado podría afectar a tales preceptos. Pero no es ahora ni el momento, ni el lugar para hacerlo (51) .

IV. Conclusiones

Ciertamente, la regulación jurídica de los secretos de Estado es algo extraordinariamente complejo y son muchas las cuestiones espinosas sin soluciones limpias. La razón de ello es consustancial a la idea de secreto de Estado: lo necesitamos, pero lo tememos. Por ello, queremos controlarlo, pero solo podemos controlarlo si lo conocemos y cuanto más lo conocemos, menos secreto es (52) .

Regular jurídicamente el secreto de Estado es tan imprescindible como peligroso

En consecuencia, regular jurídicamente el secreto de Estado es tan imprescindible como peligroso. Actualizar nuestra normativa vigente es inaplazable por sus tachas de inconstitucionalidad y porque resulta ya obsoleta tanto en lo referido al resto del ordenamiento jurídico, como en lo relativo a la forma de transmisión de información y su almacenamiento. Sin embargo, conviene recordar, aunque sea una perogrullada, que el hecho de que sea precisa una reforma no significa que cualquier reforma mejore la situación que la precede. El Anteproyecto de Ley de Información Clasificada no lo hace.

No deja de ser lamentable que la Ley 9/1968 (LA LEY 471/1968) encaje mejor en nuestro marco constitucional que el Anteproyecto de Ley que se está tramitando. Ciertamente, ambas regulaciones presentan serios déficits de constitucionalidad. Sin embargo, mientras que la regulación vigente podría ser inconstitucional por lo que calla (lo relativo al control judicial de los secretos de Estado y su acceso a ellos), el Anteproyecto lo es por lo que dice (qué se puede declarar secreto y quién puede hacerlo). Es más fácil subsanar los déficits de una regulación cuando se deben a silencios que cuando se deben a declaraciones. Así, de manera algo forzada y creativa, se ha llegado a un punto en el que se puede afirmar que existe un cierto control judicial de los secretos de Estado. Sin embargo, difícilmente podrá salvarse de la tacha de constitucionalidad una regulación como la contemplada en el Anteproyecto por muy restrictivas que sean las interpretaciones que se propongan. Es más sencillo colmar lagunas con interpretaciones creativas que fingir que no se escucha lo que una ley abiertamente dice.

La distribución que se hace de la opacidad y la transparencia entre el Estado y los individuos que lo componen es un muy buen indicador del carácter democrático y liberal de una sociedad (53) . La existencia de individuos opacos ante Estados transparentes conforma, seguramente, el ideal liberal. Es cierto que el liberalismo es solo uno de los componentes que debe tener nuestro Estado, que debe conjugarlo con otros que no siempre reman (afortunadamente) en la misma dirección. Por ello, seguramente el del individuo opaco ante el Estado transparente no sea el ideal que debamos aspirar a alcanzar. Ahora bien, que el camino que estamos recorriendo en los últimos tiempos es el inverso no es algo que se le pueda escapar a nadie: ciudadanos cada vez más transparentes ante un Estado cada vez más opaco. Tampoco este se antoja como un ideal al que aspirar. El Anteproyecto al que se han dedicado estas páginas es un (gran) paso más en esa dirección y, por ello, debe ser frontalmente rechazado. No parece que sea ese el camino que debamos recorrer.

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Wilkinson Morera de la Vall, H., Secretos de Estado y Estado de Derecho, Atelier, Barcelona, 2007.

(1)

Este trabajo ha sido realizado en desarrollo del Proyecto «Una aproximación holística al régimen jurídico de la información clasificada en la era digital (HIDE)» (PID2021-123563NB-I00; IP Susana Sánchez Ferro), en el marco del Programa Estatal para Impulsar la Investigación Científico-Técnica y su Transferencia, del Plan Estatal de Investigación Científica, Técnica y de Innovación 2021-2023.

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(2)

Vid.., por ejemplo, las manifestaciones al respecto de Bacigalupo Saggese (1998), pp. 220 y ss.; Cousido González (1995), p. 1; Díaz Matey y Cremades Guisado (2019), p. 21; Otero González (2000), p. 144; Rey Martínez (2013), p. 201; Sánchez Ferro (2009), pp. 1041 y ss.; Wilkinson Morera de la Vall (2007), p. 257.

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(3)

Vid.., entre otros muchos, Alonso de Antonio (2015), p. 230; Díez-Picazo Giménez (1998), p. 35; Fernández Alles (1999), pp. 3 y ss.; Gómez Orfanel (1996), p. 9; Movilla Álvarez (1996), p, 19; Otero González (2000), p. 17; Sánchez Ferro (2006), p. 462.

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(4)

Así, entiende González Cussac (2014), pp. 52 y s., que la actual Ley de Secretos Oficiales se caracteriza por «una manifiesta obsolescencia» y una actualización insuficiente por parte de otras leyes que se refieren a ella (como la Ley 11/2002 (LA LEY 698/2002), reguladora del CNI). Igualmente, le asiste la razón a Casasola Gómez-Aguado (2011), p. 6, cuando defiende la «existencia de fuertes anacronismos en esta norma». Vid.., en el mismo sentido, Wilkinson Morera de la Vall (2007), p. 90.

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(5)

Cfr. Díaz Matey y Cremades Guisado (2019), p. 43.

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(6)

Vid.., en este sentido, Sánchez Ferro (2006), p. 284; Wilkinson Morera de la Vall (2007), p. 91.

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(7)

En opinión de Sánchez Ferro (2006), p. 156, dicho precepto «dota de justificación constitucional a los secretos de Estado». En sentido parecido, Díez-Picazo Giménez (1998), p. 31; Segrelles de Arenaza (1994), pp. 119 y ss.; Ruiz Miguel (2002), p. 266. Este último autor señala también cómo dicho precepto constitucional contribuye de igual modo a la legitimidad de la existencia de servicios de inteligencia (p. 175).

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(8)

Una muy buena aproximación al marco de esta temática se puede encontrar, por ejemplo, en Díez-Picazo Giménez (1998); Lozano Cutanda (1998); Sánchez Ferro (2006); o Wilkinson Morera de la Vall (2007).

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(9)

Luego, ciertamente, el desarrollo reglamentario de esta cuestión, cuando se precisa si una información merece la clasificación de «secreto» o «clasificado», expande algo el espacio de actuación y establece (excediendo, en mi opinión, el ámbito de la habilitación legal con la que cuenta) que se considerará «secreto» aquella información cuya revelación «pudiera dar lugar a riesgos o perjuicios de la seguridad del Estado, o pudiera comprometer los intereses fundamentales de la Nación, la seguridad del Estado, la defensa nacional, la paz exterior o el orden constitucional» (art. 3.I, Decreto 242/1969 (LA LEY 198/1969)) y «reservado» la información no comprendida en el concepto de «secreto» dada su «menor importancia», pero «cuyo conocimiento o divulgación pudiera afectar a los referidos intereses fundamentales de la Nación, la seguridad del Estado, la defensa nacional, la paz exterior o el orden constitucional» (art. 3.II, Decreto 242/1969 (LA LEY 198/1969)).

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(10)

Dejaremos de lado ahora, por razones de espacio, lo problemático de que no se requiera que la revelación de la información «lesione» la seguridad nacional, sino que simplemente «pueda» hacerlo. Así, ha dicho Segrelles de Arenaza (1994), pp. 64 y ss., que «la LSO no exige que el conocimiento de la información por persona no autorizada conlleve un daño a la seguridad y/o defensa nacional, sino que basta un peligro, que ni siquiera se ha de actualizar». Vid.., para una exposición crítica al respecto, Sánchez Ferro (2006), pp. 271 y 273. Acerca del juicio de probabilidad de tal lesión como parámetro a ponderar para acordar clasificar legítimamente información, vid.. Melero Alonso (2008), pp. 22 y ss.

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(11)

Alonso de Antonio (2015), p. 230; Otero González (2000), p. 41; Sánchez Ferro (2009), p. 1039; Wilkinson Morera de la Vall (2007), p. 217.

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(12)

Díez-Picazo Giménez (1998), p. 44.

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(13)

Bacigalupo Saggese (1998), p. 211.

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(14)

Bacigalupo Saggese (1998), pp. 211-215.

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(15)

Vid.., en este sentido, Sánchez Ferro (2006), p. 287. Mantiene la hipótesis contraria Ruiz Miguel (2002), p. 234.

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(16)

Vid.., al respecto, Cavero Gómez (1996), passim.

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(17)

Alonso de Antonio (2015), p. 221; Casasola Gómez-Aguado (2011), p. 4; Cousido González (1995), pp. 12-13; Díez-Picazo Giménez (1998), pp. 37 y ss.; Otero González (2000), p. 36; Revenga Sánchez (1996), p. 20; Sánchez Ferro (2006), p. 19; Segrelles de Arenaza (1994), pp. 58 y 129; Wilkinson Morera de la Vall (2007), p. 88. Considera, por el contrario, que esta no es una adecuada caracterización de las relaciones publicidad-secreto Rey Martínez (2013), p. 193.

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(18)

Revenga Sánchez (1996), p. 20. Es este el estado de opinión prácticamente unánime, aunque en ocasiones sea posible encontrar manifestaciones, que generosamente cabe calificar de boutade, como la de Vázquez Montalbán (1996), p. 10, para quien «hay que estar contra el secreto de estado como hubo que estar contra la esclavitud o contra la pena de muerte cuando estas posiciones eran consideradas utópicas, imposibles». Tiene razón, por el contrario, Fernández Alles (1999), p. 2, cuando sostiene que «nadie medianamente informado duda de la conveniencia de una zona de actividad estatal excluida de la publicidad, porque, repetimos, se trata de una necesidad históricamente probada de la que depende la supervivencia y estabilidad del sistema político y la protección frente a injerencias exteriores».

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(19)

En atinadas palabras de Otero González (2000), p. 16, «lo que resulta incompatible con la democracia no es que haya secretos, sino que estos escapen a la ley».

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(20)

Lozano Cutanda (1998), p. 222, señala que toda solución que pretenda «hacer compatible lo incompatible: el secreto y el control» será necesariamente imperfecta. En todo caso, en opinión de la autora citada, «lo que no resulta admisible desde los parámetros constitucionales es que los límites derivados de ese interés de la seguridad y la defensa se conviertan en absolutos hasta el punto de impedir todo control jurisdiccional sobre las materias clasificadas como secretas en aras de esa supuesta seguridad nacional, creando así una zona de inmunidad a la actuación judicial contraria a los derechos de tutela judicial efectiva que reconoce el artículo 24 CE (LA LEY 2500/1978)».

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(21)

Sánchez Ferro (2006), p. 305.

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(22)

En este punto resulta particularmente clara Lozano Cutanda (1998), p. 29, para quien «nada permite, en efecto, distinguir el acto político del acto administrativo discrecional desde el punto de vista de su sometimiento al derecho y al control de los tribunales». Desarrolla la idea en pp. 206 y ss.

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(23)

Señala Sánchez Ferro (2006), p. 361, en este sentido que «ciertamente estos instrumentos normativos no son muy densos en cuanto a su regulación, lo que implicará que el control no podrá ser exhaustivo; pero esa falta de densidad no significa nada más». Y es que, en opinión de esta autora, «lo mismo que el concepto de extraordinaria y urgente necesidad ha podido ser interpretado por la doctrina y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, el ordenamiento presta elementos suficientes para hacer una definición comparable, si bien amplia en sus términos, del significado de seguridad y defensa del Estado» (p. 388). Vid.., también, Sánchez Ferro (2013), p. 520.

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(24)

Vid.., en tal sentido, Lozano Cutanda (1998), pp. 188 y ss.; Sánchez Ferro (2006), pp. 312 y ss.; Segrelles de Arenaza (1994), pp. 76 y ss.; Wilkinson Morera de la Vall (2007), p. 92.

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(25)

Vid.., sobre este apasionante episodio jurídico, muy especialmente, Díez-Picazo Giménez (1998), passim; Lozano Cutanda (1998), passim.

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(26)

La aparición de las empresas privadas en el ámbito de la seguridad nacional no es (especialmente en lo que se refiere a la obtención de información) algo novedoso. González Cussac (2022), p. 164, califica gráficamente esta realidad como un «área jurídicamente oscura».

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(27)

Ya señalaba Díez-Picazo Giménez (1998), p. 40, algunos de los problemas derivados de la imposición de sanciones administrativas con causa en la revelación de información clasificada en relación con un Anteproyecto anterior. En un sentido próximo señalaba con anterioridad Movilla Álvarez (1996), p. 14, que «sería muy difícil por no decir imposible, que se pudiera revisar la decisión sancionadora sin conocer datos o antecedentes del expediente que fue objeto de la violación del secreto».

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(28)

Conviene recordar en este punto la advertencia que hacía Wilkinson Morera de la Vall (2007), pp. 237 y ss., de que en una nueva ley sobre secretos de Estado «no debiera confundirse la generalidad de los intereses del Estado y de los intereses públicos, con los intereses de la seguridad y defensa del Estado, únicos que puede cubrir el secreto de Estado, según se desprende de nuestra Norma Fundamental».

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(29)

De tal modo, con una formulación tan amplia, no se satisface la demanda de parte de la doctrina de que debería ser «un cometido central del legislador y no del Gobierno elaborar una serie de categorías dentro de las cuáles deban enmarcarse las informaciones clasificadas» (Sánchez Ferro, 2006, p. 400).

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(30)

Hasta la que pudiera parecer más sensata, la atribuida al Presidente del Gobierno, supone una expansión que, a mi modo de ver, no se debería producir. El hecho de que hoy sea todo el Consejo de Ministros el que deba adoptar la decisión permite una cierta fiscalización del secreto de Estado dentro del propio Gobierno. La regulación del Anteproyecto permitiría que el Presidente del Gobierno declarara «confidencial» o «restringida» información perteneciente a un Ministerio que contase, por ejemplo, con un Ministro de un partido político distinto.

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(31)

Conviene recordar, con González Cussac (2022), p. 167, que «la tendencia hacia un sometimiento pleno al Derecho de todas las agencias de seguridad e inteligencia es innegable. Ahora bien, sometimiento no significa necesariamente igualdad completa e idéntica en el canon de legalidad ni del grado de supervisión y control judicial». En este sentido, hemos de procurar que el hecho de que tanto la Guardia Civil como el Cuerpo Nacional de Policía pueda contar con «servicios de información» no nos lleve a error. Como ha señalado Ruiz Miguel (2002), p. 181, «la regulación de estos servicios encuentra en la ley una limitación muy clara, que no encontramos en otros servicios de inteligencia. Las actividades de inteligencia del Cuerpo Nacional de Policía y de la Guardia Civil, de acuerdo con la LOFCS (LA LEY 619/1986), sólo pueden llevarse a cabo en torno a actividades que constituyan delito. Esto significa que sólo pueden ejercerse, bien para investigar actividades como forma de prevención de actos delictivos, bien para investigar delitos ya cometidos. Cuando las actividades investigadas no puedan tener conexión preventiva o represiva con un delito, las mismas carecen de amparo legal».

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(32)

Resulta oportuno reconocer que, en alguna ocasión (y de manera ciertamente indirecta), se ha admitido que una ley autonómica (que no un acto administrativo autonómico) declare reservada una determinada materia. Así sucedió en la STC 220/1991 (LA LEY 2460-JF/0000). Sin embargo, las «peculiares» características del caso (entre las que destaca el que en el recurso, probablemente por motivaciones políticas, no se cuestionara la competencia autonómica para declarar secreta una determinada información) hacen que resulte difícil extraer de ella una clara doctrina constitucional. Así, creo que le asiste la razón a Ruiz Miguel (2002), p. 237, cuando defiende que «resulta poco convincente la constitucionalidad de las leyes autonómicas que califican una materia como reservada». Parece oportuno, en todo caso, prolongar un poco más la cita: aún menos convincente es «la posibilidad de que un Ejecutivo autonómico dicte un acto clasificatorio, a la luz de los artículos 105.b) (LA LEY 2500/1978) y 149.1.18.ª CE (LA LEY 2500/1978)». Vid.., en un sentido parecido, aunque más abierta a la legitimidad de las leyes autonómicas en este ámbito, Wilkinson Morera de la Vall (2007), p. 114.

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(33)

Cfr. Lozano Cutanda (1997), p. 22; Lozano Cutanda (1998), p. 222; Melero Alonso (2008), p. 17; Sánchez Ferro (2006), pp. 398 y ss.; Alonso de Antonio (2015), pp. 224 y ss.

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(34)

Sobre la fiscalización parlamentaria del secreto oficial no me detendré en este trabajo fundamentalmente por cuestiones de espacio. En cualquier caso, hasta donde se me alcanza, no presenta el Anteproyecto ninguna novedad especialmente significativa. Vid.., para una explicación del actual régimen de control parlamentario de los secretos de Estado, Alonso de Antonio (2018), passim; Rey Martínez (2013), pp. 199 y ss.

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(35)

La introducción de un régimen de desclasificación que atendiera a plazos temporales era demandada muy generalizadamente por la doctrina. Vid.., Alonso de Antonio (2015), p. 234; Sánchez Ferro (2006), pp. 296, 298 y 301; Sánchez Ferro (2009), p. 1045; Rey Martínez (2013), p. 201; Rial Quintela (2020), p. 49; Wilkinson Morera de la Vall (2007), p. 238.

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(36)

Recordemos con Movilla Álvarez (1996), p. 11, que el principio de publicidad constituye un «ingrediente imprescindible para, en su caso, la exigencia de responsabilidad». En cualquier caso, resulta ineludible reconocer que el Anteproyecto contempla una excepción a esta generalizada irresponsabilidad por los hechos conectados con la información secreta. La disposición adicional cuarta establece la interrupción del plazo de prescripción de la acción para reclamar responsabilidad patrimonial de la Administración durante todo el tiempo que esté clasificada la información que se refiera a los hechos lesivos.

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(37)

La propuesta de reforma mencionada se puede encontrar en Díez-Picazo Giménez (1998), pp. 32 y ss. y 41 y ss.

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(38)

En este sentido creo que cabe interpretar también la propuesta de Otero González (2000), p. 105.

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(39)

En todo caso, lo cierto es que probablemente se haya sobredimensionado este debate. Como señala Varela Castro (1991), p. 64, la dispensa «sólo releva al funcionario de la obligación de declarar, pero no excluye la materia como objeto de investigación por otros medios (registro documental)». Por lo que parece claro que tal precepto no agota la cuestión de las complejidades probatorias del secreto de Estado.

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(40)

Vid.., muy especialmente, acerca de esta tensión, González Cussac (2014), 53 y ss.; Otero González (2000), pp. 19-26.

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(41)

Varela Castro (1991), p. 65, apunta en esta dirección de manera aguda cuando señala que «sería difícil imaginar la viabilidad de una acción penal contra quien no hace sino acatar la decisión jurisdiccional de la pertinencia del medio probatorio».

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(42)

Cfr. González Cussac (2014), p. 55. En sentido contrario, considera Díez-Picazo Giménez (1998), p. 34, acerca del art. 417 LECrim. (LA LEY 1/1882), que su constitucionalidad «al excluir absolutamente todo control judicial, resulta más que dudosa». Aboga también por la inconstitucionalidad de este precepto Gómez Orfanel (1996), p. 9. También lo hace, con un ingenioso argumento, Varela Castro (1991), p. 65, quien sostiene que el art. 418.2 LECrim (LA LEY 1/1882) permitiría considerar inaplicable la dispensa en casos graves («se exceptúa el caso en que el delito revista suma gravedad por atentar a la seguridad del Estado, a la tranquilidad pública o a la sagrada persona del Rey o de su sucesor»). Creo, por el contrario, que el art. 418.2 LECrim. (LA LEY 1/1882) es la «excepción a la excepción» constituida por el art. 418.1 LECrim. (LA LEY 1/1882) (que dispone que «ningún testigo podrá ser obligado a declarar acerca de una pregunta cuya contestación pueda perjudicar material o moralmente y de una manera directa e importante, ya a la persona, ya a la fortuna de alguno de los parientes que se refiere el artículo 416») y que no podría aplicarse, entonces, al art. 417 LECrim. (LA LEY 1/1882)Vid.., en similar sentido, Ruiz Miguel (2002), pp. 240 y ss. En todo caso, es evidente que el potencial problema del art. 417 LECrim. (LA LEY 1/1882) no es solo uno de legalidad, sino también de constitucionalidad. Lo que sostengo es que es metodológicamente incorrecto llevar a cabo una interpretación estricta de lo que cabe en la Constitución para reducir el margen de elección legislativa y que en una interpretación literal (ni siquiera demasiado generosa) el art. 417 LECrim. (LA LEY 1/1882) cabría en ella.

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(43)

Otero González (2000), p. 22 y pp. 76-77.

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(44)

Más discutible, sería, en cambio, si podría ser condenado por revelación de información clasificada el funcionario que no se acogiera a la dispensa y declarase en el proceso acerca de tal información. Vid.., al respecto, González Cussac (2014), pp. 55-56, que parece inclinarse (como yo mismo también haría) por descartar la atipicidad de la conducta del funcionario en estos casos. Cuestión distinta será, como he apuntado en una nota anterior, que pudiera prosperar una acción penal contra él habida cuenta del error (invencible) propiciado por el propio órgano judicial que le reclamase (insistentemente) la información.

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(45)

Parece claro que la solución a este «problema» presenta dos alternativas: incrementar las penas previstas para la revelación de información clasificada o reducir la de las otras figuras delictivas apuntadas. Seguramente lo más correcto (y lo más improbable) sería optar por esta segunda opción, habida cuenta de que, por ejemplo, la (desproporcionada) gravedad de la sanción del tipo básico de revelación de secretos industriales ha impulsado la articulación de importantes propuestas restrictivas en su interpretación. Vid.., para una muy sugerente explicación de la importancia de la gravedad de la pena prevista en estas propuestas restrictivas, Estrada i Cuadras (2016), pp. 69 y ss.

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(46)

Ya se mostraba partidaria de que la legislación penal fuera sensible a la simple bipartición Wilkinson Morera de la Vall (2007), p. 95.

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(47)

Delgado Gil (2005), p. 5; Otero González (2000), p. 73.

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(48)

Esto tiene cierto sentido y no deja de ser un reconocimiento legal expreso de lo que un concreto (y muy cualificado) sector de la doctrina viene defendiendo desde hace algún tiempo: la necesidad de graduar la responsabilidad penal del autor en atención a su nivel de inclusión social (su «nivel» de ciudadanía). Vid.., a este respecto, Cigüela Sola (2019), pp. 254 y ss.; Coca Vila e Irarrázaval Zaldívar (2021), passim; Silva Sánchez (2018), pp. 82 y ss. Expresado en términos mucho más simples (y simplistas): es precisa una cierta correlación entre derechos y deberes. Dado que la nacionalidad española comporta una serie de derechos que no tendrán quienes carezcan de ella, es razonable que los españoles cuenten con «más deberes» (o «deberes más intensos») en algunos ámbitos (y este que ahora nos ocupa parecería ser uno muy propicio para tal tratamiento diferenciado). En cierto sentido, creo que es eso mismo lo que se desprende de lo sostenido por Segrelles de Arenaza (1994), p. 147, para la regulación anterior, cuando manifestaba que «el espionaje se caracteriza por el medio insidioso de obtener la información que se comunica. Cuando el espionaje lo realiza el nacional contra su propia Patria, su propio Ejército o su propio Estado se añade la insidia a la deslealtad, la felonía, y entonces es traición».

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(49)

Por supuesto, podrá discutirse si la situación descrita en nuestra regulación penal constituye una verdadera «laguna» o si, por el contrario, se trata de una respuesta razonable y meditada del Legislador penal. Pero la cuestión resulta, al menos, cuestionable. En todo caso, supuesto distinto sería aquel en el que España se encontrara en una situación de conflicto armado. En tal escenario, de conformidad con lo dispuesto en el art. 25 CP militar, el extranjero (residente o no en España) que revelase información clasificada estaría cometiendo un delito de «espionaje militar».

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(50)

El último estudio de estas características que se ha realizado es el muy completo trabajo de Segrelles de Arenaza (1994), que, aunque se refiere al Código penal anterior, contiene consideraciones muy valiosas también para la regulación hoy vigente.

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(51)

Alguna otra propuesta interesante lege ferenda al respecto se puede encontrar en Delgado Gil (2005), pp. 10, 13. Por su parte, Otero González (2000), p. 74, realiza una interesante propuesta de interpretación restrictiva.

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(52)

Resultan clarificadoras las palabras de Revenga Sánchez (1996), p. 20, a este respecto cuando sostiene que «en rigor, el solo hecho de hablar de secreto de Estado supone para la vigencia del secreto un golpe fatal. El verdadero secreto no es el secreto de Estado, sino aquel que no atrae ninguna atención y del que nada se dice, pues es su propia existencia la que permanece oculta».

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(53)

Cfr. Rey Martínez (2013), p. 194. Vid.., en sentido parecido, Casasola Gómez-Aguado (2011), p. 3.

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