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Brexit: lecciones para una Europa descompuesta

Soriano García, José Eugenio

La Ley Unión Europea, Nº 100, Febrero 2022, Wolters Kluwer

LA LEY 1026/2022

José Eugenio Soriano García

Catedrático de Derecho administrativo. Universidad Complutense de Madrid

I. Una democracia no parlamentaria

Precisamente en Reino Unido, rectius Inglaterra, se origina el parlamentarismo moderno. Y, por ironías del destino, es en Britannia donde, abandonando la supremacía casi exclusiva de Westminster en que se entendía que «el Parlamento todo lo puede (salvo hacer de un hombre mujer…)», se adopta una fórmula de oscuro origen continental, cantonal suizo, la «democracia directa» que en forma de referéndum realiza una apellatio ad populum, la cual, rompiendo esa soberanía del legislativo, resuelve acabar con la unión, limitada, que suponía para Gran Bretaña su pertenencia a ese peculiar ateneo que es la Unión Europea.

Y tuvo su parteaguas en un ludópata político, David Cameron, que jugó a la ruleta (rusa, como bien sabemos, bien peligrosa, basta mirar a nuestros días) con esa fuerte tradición política y, desde que dirigió el Gabinete, llamó en tres ocasiones a tan peculiar forma de participación. En 2011, sobre reforma electoral, que ya supuso un rotundo fracaso; no contento jugó con el propio Reino, al convocar en 2014 otra decisión colectiva sobre la independencia de Escocia, donde por poco, también hunde el país dando alas a una espiral que, veremos, con ocasión del Brexit, cobra renovadas fuerzas que apuntan gravemente a la disolución nacional. Finalmente, el 23 de junio de 2016, lleva al país y a la propia Unión Europea a un golpe brutal del que todavía ninguna de las partes se ha recuperado al instaurar por escaso margen la ruptura entre ambas unidades políticas.

Un batacazo en toda regla, y lamento el uso del término, pero, partir por el eje a un país, y generar más problemas de los que se tenían, es, con toda exactitud, un error y un horror político cuyo coste, institucional, económico y social —para unos y otros— además de dañar la cultura política en una época de mundialización, todavía estamos pagando. Y es que una revocación unilateral en el ámbito internacional y por extensión hoy en el comunitario europeo, siempre acarrea consecuencias lesivas, ya que el unilateralismo supone siempre la adopción de políticas y criterios de imposición de una parte sobre la situación y expectativas de la otra, amén de ruptura de confianza, lo que planta raíces podridas de las que muy poco se puede generar después.

No hace falta teorizar en exceso, sino mirar en la práctica, para reconocer que esta forma de participación, especialmente las propuestas digitales de la misma, coinciden con plena exactitud con el más rancio populismo: Movimiento Occupy, el 15M o el Movimiento de los chalecos amarillos. Y es que no estamos en Atenas siglo VI a.C.

El resultado de ese plebiscito en el que se adopta una decisión realmente instantánea sobre un fundamento constitucional e internacional de luenga data, y que en consecuencia puede variar en cuestión de semanas, a veces de días, vuelve a mostrar como este tipo de instrumentos solo pueden adoptarse cum grano salis y que la irreversibilidad de la situación que provocan, singularmente cuando de ruptura se trata, implica la necesidad de repensar a fondo la posibilidad de utilización de semejante herramienta. Y no es lo mismo crear, generar, donde la actitud positiva consiste en unir, y es aceptada por otro en términos de cordialidad política, que cuando se trata de ruptura, que genera, negativamente, la disolución crítica de un vínculo, donde la imposición basada en la no aceptación del otro, implica provocar una situación de inevitable conflicto.

Apostar por los referéndums disruptivos como son los disolventes, a diferencia de los constructivos, supone eliminar al otro, ya que en un referéndum constructivo no se producen efectos desestabilizadores, dado que se formaliza una construcción o una aceptación. La tensión y deslegitimación que juegan de forma necesaria en los que disuelven una situación no tiene comparación con los legitimadores de situaciones de creación o de formalización. En estos últimos, se genera una situación en que el juego es de suma positiva, por el contrario en los disruptivos de forma inevitable, habrá una parte que necesariamente pierda, al tener que aceptar la imposición brusca del que rompa el vínculo, quebrando así situaciones, expectativas, en definitiva, la cálida situación de un status quo en que solo el acuerdo profundo de cambio rupturista inmediato, por causas aceptadas por todas las partes, podría ofrecer una salida normalizada, equilibrada más o menos, y pactada con el consenso necesario en cualquier sociedad. Es decir, en un momento fugaz y concreto se adopta una decisión de ruptura, distinta de la que, quizás, un mes antes o después se hubiera adoptado y, todo ello, con consecuencias tremendas irreversibles y con lesión efectiva.

Y esto es lo que, insisto, con ludopatía política, jugó el Premier Cameron, quien no solamente quebró su personal carrera política, sino que ha colocado a veintisiete países más uno, en una posición inaceptable, al romper las reglas del juego usualmente practicadas.

Se trataba en definitiva de imponer una situación pro domo sua sin importar los riesgos y la lesión ocasionada a todos, como efectivamente ha sucedido. Para empezar al propio Reino Unido, que ve como, en un eterno ritornello sufre ahora el embate del continuo e irritado conflicto en Escocia, en forma de exigencia de uno y otro y otro referéndum de independencia. Roto el plato, luego no se puede recomponer con los guijarros fragmentados. Y es que Escocia abrumadoramente optó por permanecer en la UE.

Y todo ello, además, con exigencias de reformar una y otra vez la cuestión de la frontera con Irlanda del Norte poniendo en riesgo el «Good Friday Agreement» (10 de abril 1998) por lo que imaginativamente tuvo que trasladarse al mar (Mar de Irlanda) ya que era esencial mantener abierta la frontera irlandesa, y así el acuerdo del Brexit establece que Irlanda del Norte se quedará en el mercado interior mientras el resto de Reino Unido se separa. Al no existir esa frontera, en Tuaisceart Éireann o Northern Ireland, deberá seguir aplicando las reglas de la UE para mercancías y no las de Londres, al menos por un tiempo. Y es que la saga continúa.

II. Britons never, never, never shall be slaves

Resueltamente pues, el Brexit es un generador de problemas (trouble maker). Y es que basar las políticas en el populismo emocional — eco de la canción que da título a este apartado— exactamente representado por la trasnochada destruyendo todo y a todos, en claro paralelismo con el «complejo de Sansón», es el resultado previsible del radicalismo romántico que nos invade y que amenaza resueltamente a la democracia representativa.

El Brexit supone recuperar la soberanía tradicional, «Vote Leave, take back control» como si el viejo imperio existiera en el mundo de internet y la pandemia, como si las fronteras en occidente pudieran continuar siendo las que eran en la época de la navegación a velas en que Britannia rule the waves.

Taking back control of our borders, our money and our laws. Algo realmente chocante, o por decirlo en su lengua, una striking exception propia de un aislamiento incompatible con el comercio y que arroja serias dudas sobre la utilización de un instrumento populista como el referéndum para lograr objetivos impropios del siglo XXI.

Soberanía y poder no son ya exactamente sinónimos. Aumentar la primera como efectivamente decidió el 51% de la población británica, partiendo el país en tres, ya que, solo Gales y parte de Inglaterra (no la City desde luego, solo el York rural y similares) supone cuestionar las bases mismas de la fortaleza tradicional que no reconocer superior supone.

El previo fracaso de la EFTA, que fue la pretenciosa respuesta que intentó la isla en 1956, movió a una solicitud, basada desde luego, como debe ser añado, en intereses, que su esfera de influencia, el «poder suave» tan importante en nuestros días, y que centrado primero en lo que fue «Mercado Común», más tarde mercado único, pretendía aumentar. Y lo consiguió, ya que tanto los distintos Comisarios Europeos que proporcionó, algunos como Leon Brittan que impulsó definitivamente un aspecto típicamente anglosajón como el Derecho de la Competencia, unido a Abogados Generales y Magistrados de los Tribunales de Justicia Europeos, fueron en general apreciados colaboradores en la construcción del Derecho Europeo. Incluso en los duros y severos tiempos de la Premier Margaret Hilda Thatcher— con el asunto Factortame que supuso un severo varapalo, y que empezó, nada menos, que con una simple medida provisional o cautelar de un Presidente del Tribunal de Justicia, francés por más señas y que suspendió toda una Ley del Parlamento Británico por primera vez en su historia política y jurídica— no se podía pensar que ello supusiera una crisis definitiva. Máxime cuando existía, especialmente pensando en el Reino Unido, una «Europa a varias velocidades», lo cual suponía resueltamente, que había hasta cierto punto una «Europa a la carta», que tenía muy en cuenta las peculiaridades de la Isla.

Porque en efecto, y esto tiene cierta importancia, la flexibilidad que se impuso, valga la contradicción, en la relación entre la Unión Europea y el Reino Unido, pasaba por respetar continuamente excepciones, singularidades, derogaciones singulares y un sinfín de trajes a medida, al mismo tiempo que se reconocía a la City como centro financiero europeo esencial, se le entregaban importantes Agencias y su presencia en todos los ámbitos se aceptaba en reconocimiento de su indudable peso, aumentado por la exigencia y la crítica continua, que políticamente se resolvía atendiendo a tan vociferantes requerimientos.

Porque esta última consideración, la permanente tensión provocada por criticar la «lejanía», la «imposición», en discursos prácticamente iguales desde Thatcher (1988) a Cameron (2013), constituía una queja permanente, amenazante y desde luego, plúmbea para cualquier observador imparcial.

Esa permanente reivindicación de un lugar propio y aparte se compadecía mal con el sometimiento a las regulaciones comunitarias y a la sujeción a las sentencias de los Tribunales Europeos

No fue extraño a esta última fase, tampoco, las consecuencias de la brutal crisis 2008, ya que supuso, de un lado, la transferencia efectiva de fondos a otros países, y el comienzo de una inmigración continental (además de la tradicional de las antiguas colonias) que suponía cuestionar, desde la austeridad y solidaridad, cuanto de propio tenía el bed and english breakfast, como el partido, con ribetes fascistas (además de histriónicos) UKIP, se encargaba de recalcar de forma intensa.

Esa permanente reivindicación de un lugar propio y aparte, se compadecía mal con el sometimiento a las regulaciones comunitarias y a la sujeción a las sentencias de los Tribunales Europeos.

Paradójicamente, en el ámbito de la regulación, en el acuerdo de salida, tuvieron que aceptar los británicos muchas de las que sobre salud y calidad exige la sociedad comunitaria, ya que el intercambio de mercancías, bienes y servicios, es propio de un genuino socio comercial, guste o disguste. Igualmente en razón de personas, afincadas a uno y otro lado del Canal, que en efecto, igualmente, tuvieron períodos transitorios que han determinado el acomodamiento en prácticamente todos los servicios (salud especialmente, y derechos laborales), si bien, es evidente, que la terminación de los distintos períodos puede suponer una brecha para el futuro.

Lo cual supone, con claridad, hacer un balance de situación examinando si, en efecto, el Brexit no es otra cosa que «una crónica de una muerte anunciada» por parafrasear a Gabriel García Márquez.

Lo cual, lleva directamente a plantear si es necesariamente la peor noticia volver a la situación anterior a 1 de enero de 1973 cuando Reino Unido, junto con Dinamarca e Irlanda, ingresa en la Comunidad Europea. Recordemos, de paso, que la petición de ingreso había sido también una sólida y continuada pretensión (Agosto de 1961.El entonces primer ministro conservador británico Harold Macmillan presenta la candidatura del país para entrar en la Comunidad Europea, vetado por De Gaulle; 27 de noviembre de 1967; El primer ministro laborista Harold Wilson solicita de nuevo la entrada del país pero otro veto de De Gaulle impide el acceso. Y EL 5 de junio de 1975.— Se convoca un referéndum para conocer la opinión de los ciudadanos británicos sobre la CEE, en el que gana el sí con un 67 % de los votos). Algo que conviene tener en cuenta por si a la Historia le da por repetirse…

Pero asimismo, hemos de plantearnos qué le está pasando a la Unión Europea, para que esta situación se haya producido.

Lo que nos lleva directamente a una tercera cuestión: ¿Qué le está ocurriendo a la Unión Europea para que resulte atractivo a un país cuestionarse su pertenencia a la misma?

III. Algunas cuestiones sobre la situación de la Unión

Porque hasta ahora, hemos examinado razones para el abandono: pretensiones de constituirse en un superestado (aun con el fracaso de la mal llamada Constitución Europea); fracaso militar y supeditación a OTAN, con consecuencias pesadas en el presupuesto nacional; supeditación excesiva a Estados Unidos en política y milicia; moneda común discutida y discutible; inmigración sin control; y añadido, aunque es un argumento de ida y vuelta, la cuestionada ampliación de golpe, interesante para el Reino Unido, quizás un éxito junto con Alemania, pero como estamos viendo, con problemas para los demás.

A mi juicio, la gran cuestión pendiente consiste en saber qué Europa tenemos, qué podemos hacer con esos mimbres y qué futuro espera.

Y hay que decir que el proyecto europeo, en aquello que es contrastable, presenta luces y sombras importantes.

Luces las hay, desde luego, porque como acabamos de ver, la pandemia ha impuesto mecanismos de solidaridad impensables hace una década. Hasta un punto realmente asombroso, tanto que sin tales aportes y acoples, cada país, Estado Miembro, habría sufrido lo indecible si hubiera intentado afrontar solo esta durísima e imprevisible situación.

Pero sombras existen. Especialmente en la confianza jurídica, como demuestra la falta de reconocimiento judicial en cuestiones vitales para un país; en la falta de concreción de lo que es realmente el Estado de Derecho, en suma, en la construcción del gran pilar jurídico que soporte a su vez la peculiar forma de Democracia que hasta ahora nos hemos venido dando en el nivel europeo.

Porque hay que decir que cuestionarse en grandes términos lo que es la Unión Europea, o pretender su comparanza con otras grandes unidades que en realidad son naciones al estilo clásico (Estados Unidos sería un buen contraste) no tiene sentido, ya que se queda en una eterna discusión, en un debate melancólico sin solución clara.

Por el contrario, es en las políticas concretas sustentadas por el Derecho donde se debe avanzar. Así, a mi juicio, no tiene sentido la actual conformación de los Tribunales de Justicia, que deberían ser mucho más tribunales, esto es, estables — con amplios períodos tendentes a la inamovilidad y sin intromisión continua de los Gobiernos— con votos particulares para compensar permitiendo que opiniones minoritarias no se encerraran en los falsos consensos con los que actúa un tribunal europeo; con reconocimiento de la confianza entre tribunales y desde luego con supremacía evitando los nefastos y perturbadores actos de insolencia, como los que protagoniza el Bundesverfassungsgericht y a su estela, varios otros que cuestionan, como Polonia, Hungría, República Checa (en definitiva, el Grupo de Visegrado) la primacía del derecho de la Unión.

Y es que, quizás como iluso jurista, en lo que he vivido y comprendido sobre la Unión, es que solamente el Derecho sale al rescate de la misma. Creamos pues en el Derecho de la Unión por completo, con ejecución de sus resoluciones y transposición de sus normas a tiempo y con integridad. Ese, me parece, es el camino para evitar otro Brexit.

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