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El liderazgo ético y Baltasar Gracián (1)

María Eulalia Blat Peris

Magistrada de la Audiencia Provincial de Lleida

Diario LA LEY, Nº 10276, Sección Tribuna, 27 de Abril de 2023, LA LEY

LA LEY 2544/2023

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Resumen

La autora desgrana, a través de los aforismos o sentencias breves contenidos en la obra «Oráculo Manual y Arte de la Prudencia» del humanista barroco Baltasar Gracián, un conjunto de enseñanzas universales que, aunque escritas hace varios siglos, son perfectamente extrapolables a la situación actual y pueden resultar de gran utilidad a quienes tienen encomendadas funciones de liderazgo, y especialmente a quienes tienen la responsabilidad de desempeñar ese liderazgo éticamente por ser consustancial a la función que desarrollan.

Portada

Reflexionando acerca del trabajo que desempeñamos los Jueces y del rol que debemos asumir frente a una sociedad que nos debería percibir como fiables, honestos, formados y prudentes, amén de independientes, imparciales y objetivos, —que iría de suyo—, recordé haber leído hace ya algunos años un interesante libro cuyas consideraciones me gustaría compartir dado que guardan una enorme relación con el liderazgo ético de nuestra función.

El libro en cuestión —«Oráculo Manual y Arte de la Prudencia», del humanista barroco Baltasar Gracián—, está compuesto por 300 aforismos o sentencias breves, en las que se contienen un conjunto de enseñanzas universales que, aunque escritas hace varios siglos, son perfectamente extrapolables a la situación actual y tremendamente útiles en materia de liderazgo. Tanto que podría decirse que la sociedad a la que iban dirigidos esos consejos parece asemejarse más al mundo de hoy día que al que podríamos pensar existía en el siglo XVII.

De hecho, el libro de Gracián parece ir dirigido a un tipo de persona formada, informada y experta. Nos habla de alguien que tiene un proyecto personal y social y, como tal, busca su éxito; alguien conocedor de sus defectos y sus pasiones y perfectamente facultado para gobernarlos. Sabe cómo actuar cuando lo acompaña la fortuna, pero también cuando le es adversa. Sabe con quién relacionarse y en qué medida. Es, en definitiva, un vendedor de sí mismo en un mundo hostil.

Es, pues, difícil no ver reflejado al ciudadano del siglo XXI en el ser humano que nos muestra «El arte de la prudencia», y ésta es una de las claves de su plena vigencia en un mundo donde prevalece la hipocresía y la falta de honradez frente a la verdad, al igual que en la época de Gracián, —el barroco—, prevalecía la fachada y los excesos ornamentales frente a ella.

Cierto es que, para algunos, esta obra quizás pueda resultar incompleta, pues Gracián —como jesuita que es—, no nos invita a traspasar las fronteras de lo moralmente aceptable en bien de los gobernados, contrastando con lo que podríamos encontrar, por ejemplo, en «El Príncipe» de Maquiavelo y de ahí que aquel se nos presente como mejor y más recomendable referente de liderazgo ético.

Y cierto es también que al autor no le preocupa en exceso hacer una exposición muy ordenada, pues los aforismos no se presentan muy sistematizados y, a diferencia de lo que a priori pueda parecer, no es fácil leer su «Oráculo manual». De hecho, cualquiera que diga que lo ha leído rápido o por encima, es seguro que no lo ha entendido. No hay más que pensar que hay que llegar al n.o 103 para que nos deje saber a quién dirige el libro y qué pretende conseguir. Y así, nos indica:

«Cada uno procure la dignidad en su justa medida. Que todas las acciones sean, sino de un rey, dignas de tal, según su condición. Que cada uno actúe como un rey, dentro de los límites (bien considerados) de su estado: acciones elevadas y altos pensamientos. Y que por sus méritos se parezca a un rey en toda actividad. La verdadera soberanía está en el recto comportamiento. Nada tendrá que envidiar a la grandeza quien sea norma de ella. Especialmente a los allegados al trono pégueseles algo de la verdadera superioridad. Es mejor participar de las cualidades de la majestad que de las ceremonias de la vanidad; no desear la imperfecta hinchazón, sino lo verdaderamente sustancial».

Gracián recomienda cultivar al máximo las cualidades innatas del ingenio, la capacidad para juzgar rectamente y el gusto

Gracián recomienda cultivar al máximo las cualidades innatas del ingenio, la capacidad para juzgar rectamente y el gusto, y aunque ello constituye una primera criba natural, anima a que, por medio de la prudencia y la perseverancia, su relativa insuficiencia puede ser subsanada, pues al fin y al cabo, tal y como se expone después en su aforismo n.o 182, nadie hay perfecto, y tampoco hay que obsesionarse demasiado puesto que rara vez llega uno a la altura de sus merecimientos:

«Un poco de audacia con todos es una importante prudencia. Hay que moderar la idea que se tiene de los demás para no elevarlos tanto que se les tema. Que la imaginación nunca venza al corazón. Algunos parecen importantes hasta que se les trata. Este contacto provoca la decepción más que la estima. Nadie excede de los límites cortos de ser hombre. Cada uno tiene su pero, unos en la inteligencia y otros en el carácter. La dignidad proporciona una autoridad aparente que casi nunca va acompañada de autoridad personal. La suerte suele castigar un elevado empleo con unos méritos inferiores. La imaginación siempre aumenta y pinta las cosas más importantes de lo que son, no solo recoge lo que hay, sino lo que pudiera haber. La razón, curtida por la experiencia, debe corregirla. Pero ni la necedad debe ser atrevida ni temeroso el mérito. Si a la simplicidad le valió la confianza en sí misma ¡mucho más a la valía y al saber!».

Lo importante, según nos indica Gracián en el aforismo n.o 200, es el permanente deseo de mejora:

«Tener algo que desear, para no ser felizmente desgraciado. El cuerpo respira y el espíritu aspira. Si todo se reduce a poseer, solo habrá decepción y descontento. Hasta para la inteligencia siempre debe quedar algo que aprender, algo en que se cebe la curiosidad. Se vive de esperanza: los excesos de felicidad son mortales. Lo hábil es premiar sin saciar. Si no hay nada que desear, se teme todo: felicidad infeliz. Donde termina el deseo comienza el temor».

En relación a este punto es evidente que no puede perderse de vista la perspectiva religiosa del autor, pues lo que dice puede que sea algo más fácil para un creyente que pueda esperar su eterna recompensa, pero no tanto para quien el éxito ha de llegar con la máxima antelación posible al fin de su vida… laboral.

Pues bien, dicho esto, advertimos como el autor, plenamente consciente de un entorno que podríamos considerar similar al actual, se propone proveer al lector de los instrumentos necesarios para coronar con éxito la hazaña evitando los peligros que se ciernen sobre uno, tanto los ajenos como los propios, en un juego de equilibrio precario en el que las pasiones juegan su papel.

Y me resulta curioso que en el tiempo en el que vivía, Gracián ya recomendase como uno de tales instrumentos el de la «especialización», tan demandada en la actualidad y tan necesaria en nuestra profesión, comenzando con ello precisamente en su aforismo núm. 1.

«Hoy todo ha logrado la perfección, pero ser una autentica persona es la mayor. Más se precisa hoy para ser sabio que antiguamente para formar siete, y más se necesita para tratar con un solo hombre en estos tiempos que con todo un pueblo en el pasado.»

Esta reflexión nos lleva a la realidad de la sofisticación de la sociedad actual, con problemas cada vez más complejos a cuya resolución debemos atender, añadiendo cada vez mayor dificultad a la hora de tomar decisiones, si bien siempre sin dejar de lado lo que en Gracián es fundamental: que el que dirige no solo sea buen dirigente sino buena persona, no dejando nunca de lado los valores éticos en los que es importante estar también formados.

También en el aforismo núm. 6 nos sigue insistiendo en esta necesidad de especializarse y en la búsqueda de la excelencia:

«Hay que estar en el culmen de la perfección. No se nace hecho. Cada día uno se va perfeccionando en lo personal y en lo laboral, hasta llegar al punto más alto, a la plenitud de cualidades, a la eminencia. Esto se conoce en lo elevado del gusto, en la pureza de la inteligencia, en lo maduro del juicio, en la limpieza de la voluntad. Algunos nunca llegan a ser cabales, siempre les falta algo; otros tardan en hacerse. El hombre consumado, sabio en dichos, cuerdo en hechos, es admitido, e incluso deseado, en el grupo singular de los discretos».

Continuando con las recomendaciones al «buen líder» o líder ético, no puede pasarse por alto el punto n.o 9, en el que Gracián aborda el concepto «nación», que traduciéndolo a lo que aquí interesa en nuestro papel como Jueces, sea cual sea el destino en el que uno sirva, reza de la siguiente forma:

«Eludir los defectos de su nación. El agua participa de las cualidades buenas o malas, de los lechos por donde pasa, y el hombre participa de las del clima del lugar donde nace. Unos más que otros están en deuda con sus patrias, pues les tocó allí un cielo más favorable. Ninguna nación se escapa de algún defecto que censuran los estados vecinos como cautela o como consuelo. Corregir, o por lo menos disimular, estos defectos es un triunfo; con ello se consigue el plausible crédito de único entre los suyos, pues siempre se estima más lo que menos se espera. Hay también defectos de familia, de estado, de ocupación y de edad; si coinciden todos en un sujeto, y no se previenen con prudencia, crean un monstruo intolerable».

Pues bien, en este aforismo el autor nos recuerda que, para un buen liderazgo, debería conocerse la historia del lugar y tener claro el fin que se busca, haciendo hincapié en la existencia siempre inevitable de puntos fuertes y débiles tanto de uno mismo como de los demás, y cómo la mejor prevención consiste en conocer y conocerse bien. Tema este que por su importancia abordará en repetidas ocasiones en los aforismos 19, 23, 67, 89, 161, 186, 194, 225 ó 238.

Por profundizar en alguno de los puntos mencionados, y sin pretender hacer un análisis exhaustivo de todos y cada uno de los mismos, baste aquí hacer hincapié, por ejemplo, en el n.o 23:

«No tener un defecto. Es nuestro destino tener defectos. Pocos viven sin ellos, tanto en lo moral como en el carácter. Les dominan, aunque es fácil curarse. El buen sentido de los demás sufre porque a veces un sublime conjunto de buenas cualidades tiene un mínimo defecto: basta una nube para eclipsar a todo un sol. La malevolencia se para de inmediato y aun repara en estos lunares de la reputación. Sería una gran habilidad convertirlos en motivo de estimación. Cesar supo cubrir de laureles su calvicie».

O en el n.o 161 en el que se recomienda:

«Conocer los dulces defectos. Ni el hombre más perfecto escapa de algunos, sino que se casa con ellos o más bien se hace su amante. Los hay en la inteligencia y son mayores en el más inteligente, o se notan más. Y no porque no los conozca el sujeto mismo, sino porque los ama. Son dos males juntos: apasionarse y además por vicios. Son lunares de la perfección. Ofenden tanto a los extraños cuanto les parecen bien a sus dueños. Hay que triunfar con gallardía sobre uno mismo y añadir este éxito a las demás perfecciones. Todos reparan en ellos y, cuando debían celebrar lo mucho bueno que admiran, se detienen donde los han visto y los afean para desdoro de las demás cualidades».

Es curiosa la gran verdad que en ambos se expone. Desde un simple defecto físico, —como pudiera ser la mencionada calvicie de Cesar (al final del núm. 23), que supo disimular con una corona de laurel, y que es lo que ha pasado a la historia como signo de excelencia hasta, por poner otro ejemplo, la desgraciada perdida del ojo por parte de la princesa de Éboli, que supo convertir el uso de parches de terciopelo con los que ocultaba su tara con tal habilidad y acierto, que consiguió convertirlo en su época en signo de distinción con el que obtenía la admiración de las damas y fomentaba el deseo de los caballeros logrando de este modo brillar en los círculos del poder—, hasta una característica incómoda de nuestro carácter,—la terquedad puede convertirse en perseverancia, el ansia de no perder el tiempo en posibilidad de manejar simultáneamente varios proyectos o la ambición en la pasión para alcanzar con éxito los sueños de cada uno—, pueden ser manejados de tal manera que los convirtamos en virtudes.

Así que para aquellos que pretendan deslucir nuestra imagen haciendo que la atención se centre en alguno de nuestros defectos, o bien les demostramos con actos lo equivocados que están, o bien les reconocemos con humildad que son ciertos, pues si mentimos para ocultarlos lo que obviamente conseguiremos será acabar con nuestra reputación porque perderemos todo el crédito. Lo que debe pretenderse, según el autor, no es aspirar a ser los mejores, sino a hacer lo mejor.

Y en el mismo sentido el punto n.o 89 plasma el siguiente pensamiento:

«Conocerse a sí mismo. Conocer el carácter, la inteligencia, las opiniones e inclinaciones. No se puede ser dueño de sí si primero no se conoce uno mismo. Hay espejos para la cara, pero no para el espíritu; este espejo debe serlo la prudente reflexión sobre uno mismo. Cuando uno se despreocupe de su imagen exterior, debe conservar la interior para enmendarla y mejorarla. Tiene que conocer las fuerzas de su prudencia y perspicacia para emprender proyectos, comprobar su tesón para vencer el riesgo, tener medido su fondo y su capacidad para todo».

Nos indica que la reflexión y la calma han de ser las bases de nuestras acciones pues con la rabia o la ira nunca se conseguirá el efecto deseado

En él se nos indica que la reflexión y la calma han de ser las bases de nuestras acciones pues con la rabia o la ira nunca se conseguirá el efecto deseado. Se ha de valorar siempre el alcance de nuestros actos antes de actuar.

Y si nos conocemos bien sabremos cuáles son nuestras inquietudes y nos aclarará cuales queremos que sean nuestros objetivos. Antes de embarcarnos en cualquier proyecto, del tipo que sea, hemos de conocer bien nuestro potencial y nuestras limitaciones.

Éste es el inicio del camino, aprender a conocerse a uno mismo. Cuáles son tus defectos y virtudes, así como qué cosas te inspiran y te motivan; sin olvidarnos nunca de lo que esperas de los demás y de lo que les puedes aportar.

Si pretendes dirigir a un grupo de personas sin conocer hasta donde puedes llegar, lo que les puedes aportar, en lo que les puedes ayudar y hasta donde les puedes exigir, lo inevitable será el fracaso. Siempre hay que seguir tres pasos para dirigir bien: reconocer la incompetencia propia y ajena, diagnosticarla y, cómo no, tratarla.

Y en esta línea que estamos analizando es obviamente clave el aforismo n.o 194:

«Tener una idea exacta de sí mismo y sus posibilidades. Especialmente al empezar a vivir. Todos tienen altos pensamientos de sí, en particular los de menos motivos. Cada uno imagina su suerte y sueña prodigios. Tiene desmesuradas esperanzas, pero nada consigue en la práctica. Su vana imaginación es castigada con la decepción de la verdadera realidad. Hay que ser prudente: se puede desear lo mejor, pero siempre se debe esperar lo peor, para aceptar con ecuanimidad lo que venga. La habilidad está en apuntar más alto para compensar, pero sin que sea un desatino. Este ajuste de ideas es necesario al empezar en un empleo: la vanidad, sin la experiencia, suele equivocarse. La panacea de todas las necedades es la prudencia. Cada uno debe conocer su esfera de actividad y su condición. Así podrá ajustar la imaginación a la realidad».

Nos recuerda, pues, Baltasar Gracián que somos débiles y que debemos ser inteligentemente humildes para, sin perder de vista nuestras ansias de triunfo, asumir cuáles son nuestras debilidades, pues solo una reflexión honrada con nosotros mismos nos permitirá asumir nuestra verdadera fuerza.

En definitiva, el que tengamos limitaciones no implica que hayamos de conformarnos con ellas, porque tal y como reiteradamente nos aconseja el autor, con estudio, formación y reflexión se pueden mejorar nuestras competencias.

Todo lo expuesto puede y debe ser ampliado a las cuestiones de imagen, y es por ello que nos recuerda constantemente el autor que escondiendo las flaquezas a la vista de los demás se consigue una mejor apreciación por parte del resto (punto n.o 3), y un aumento del prestigio (punto n.o 97), que va aparejado a la imagen o presentación (puntos n.o 12 y n.o 14), porque al final, se rinde a la evidencia: «las cosas son lo que parecen». Y si lo son, hay que tratar que no nos pillen en un renuncio, por lo que es necesario cumplir con lo que se ofrece sin exagerar (puntos n.o 19, n.o 41 y n.o 202).

Comenzando con el punto n.o 3 mencionado, Gracián aconseja:

«Manejar los asuntos con expectación. Los aciertos adquieren valor por la admiración que provoca la novedad. Jugar a juego descubierto ni gusta ni es útil. No descubrirse inmediatamente produce curiosidad: especialmente cuando el puesto es importante surge la expectación general. El misterio en todo, por su mismo secreto, provoca veneración. Incluso al darse a entender se debe huir de la franqueza. Tampoco en el trato se deben dejar ver los pensamientos íntimos a todos. El silencio recatado es el refugio de la cordura. No se estima una decisión si se hace pública, y al exponerse a la crítica, si es negativa, la mala suerte será doble. Es mejor imitar el proceder divino para mantener a los hombres atentos y vigilantes».

Este aforismo podría llevarnos, de no profundizar correctamente en el mismo, a una incorrecta interpretación del pensamiento de Gracián, ya que nada más lejos del autor que aconsejarnos secretismos, actuaciones deshonestas o manipulación de las personas que nos rodean. Por el contrario, el mensaje de Gracián nos habla de cómo ejercer «prudentemente» las funciones de liderazgo, aconsejándonos no ser lo que hoy denominaríamos unos bocazas, y preservar tanto el misterio sobre las decisiones que han de ser tomadas, como sobre las razones que informan esas decisiones. El liderazgo, por su propia esencia de ser ejercido individualmente, lleva implícita una responsabilidad cuya carga no puede compartirse.

Debe tenerse en cuenta que como toda decisión comporta enfrentarse a lo incierto, y por ello siempre puede ser cuestionada por los demás, lo que Gracián nos estaría proponiendo es tan solo un cierto misterio en la comunicación de los motivos por los que se toma una decisión, que podría traducirse actualmente en seleccionar cómo, cuándo y dónde comunicar tales decisiones.

Siguiendo con el tema de la imagen, el aforismo n.o 97 lo dedica a:

«Conseguir y conservar la reputación. Es el usufructo de la fama. Cuesta mucho porque nace de las eminencias, tan raras como comunes son las medianías. Una vez conseguida, se conserva con facilidad. Obliga mucho y obra más. Es un tipo de majestad cuando llega a ser veneración, por la sublimidad de su origen y de su ámbito. Aunque la reputación en si misma siempre se ha valorado».

Dicho así puede parecer hasta sencillo alcanzar buena reputación, pero lo cierto es que exige esfuerzo, claridad de ideas para perseverar, coherencia entre lo que se dice y lo que se hace y, además, hay que cuidar las formas. Y también a ello se hace alusión expresa en el n.o 55:

«Nunca apresurarse, nunca apasionarse. Si uno es señor de sí, lo será después de los demás. Hay que caminar por los espacios abiertos del tiempo hasta el centro de la ocasión oportuna. La espera prudente sazona aciertos y madura los secretos pensamientos. La muleta del tiempo es más útil que el afilado palo de Hércules. Dios mismo no castiga con bastón, sino con sazón, con tiempo».

Recordemos siempre la sabiduría de Sócrates cuando le decía a su esclavo aquello de «Te azotaría si no estuviera encolerizado», o de Séneca al reflexionar sobre que «mal colocada está la espada en la mano de un iracundo».

Hay que esperar, no de la manera pasiva en que lo hace quien pretende que los problemas se solucionen con el simple paso del tiempo, sino de la de quien lo aprovecha de manera analítica, para tranquila y fríamente buscar la mejor solución al problema.

Respecto de todo ello nos aconseja Gracián en numerosos puntos de su obra, apuntando ya en aquel momento a algo de tan moderna construcción como es la «inteligencia emocional».

Y así, nos recuerda en el aforismo n.o 52:

«Nunca perder la compostura. La finalidad principal de la prudencia es no perder nunca la compostura. De ello da prueba el verdadero hombre, de corazón perfecto, porque es difícil conmover a cualquier ánimo elevado. Las pasiones son los humores del ánimo; cualquier exceso en ellas perjudica a la prudencia; y si el mal llega a los sabios, la reputación peligrará. Uno debe ser tan gran dueño de sí que ni en la mayor prosperidad ni en la mayor adversidad nadie puede criticarle por haber perdido la compostura. Así será admirado como superior».

E igualmente en el n.o 287 en similares términos e insistiendo en esta misma idea:

«No actuar nunca apasionadamente: todo saldrá mal. Quien no está en sus cabales no debe actuar: la pasión siempre destierra a la razón, es útil un tercero prudente, lo será en la medida en que sea desapasionado: los que miran siempre ven más que los que juegan, porque no se apasionan. Cuando uno se sienta alterado, la cordura tocará retirada. Así, ni se encenderá la sangre por completo, ni todo se hará de modo sangriento: en solo un momento daría materia para abundantes comentarios, mientras queda confuso muchos días.»

Es evidente que estas recomendaciones que haría Gracián a quien hoy desempeña funciones de liderazgo, y especialmente a quienes tenemos la responsabilidad de desempeñarlo éticamente por ser consustancial a nuestra función, no exigen mayores explicaciones, y por ello y como no, siguiendo a nuestro autor, —que era maestro en la concisión—, no hacer más comentario al respecto es la mejor forma de aplicar su tan celebre consideración de que «Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Y aun lo malo, si poco, no tan malo», que muchas veces olvidamos que forma parte del aforismo n.o 105 de su célebre libro.

(1)

Artículo publicado en base al Acuerdo de Colaboración entre la Asociación Profesional de la Magistratura y LA LEY.

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